Vivimos tiempos turbulentos, aciagos e inciertos en los cuales confiar se ha vuelto algo difícil. Dificultad que no parece exclusiva de esta época, pues en realidad, todas las épocas de la historia humana nos han confrontado con el dilema entre confiar o no confiar. Ya Séneca, el estoico español, había sentenciado: “Tan malo es confiar en todos como no confiar en nadie”, frase que implica el dilema al que todos nos vemos confrontados entre confiar o no hacerlo. Dilema que parece inclinarse de un modo u otro hacia la decisión de confiar, a pesar de los riesgos que conlleve hacerlo, como lo puntualiza B. C. Forbes, pues: “Es mejor que nos engañen de tanto en tanto que vivir eternamente recelosos”. El recién fallecido teólogo católico Hans Küng planteaba la vida misma y el enfoque constructivo en mayor o menor grado que asumimos al decidir vivirla con todo y sus dificultades y vicisitudes, como un acto de “confianza radical”. Y es que la fe y la confianza están íntimamente relacionadas, al punto de llegar a ser intercambiables. Lo que sucede es que términos como “fe” y “creer” han sido víctimas de un evidente desgaste a causa de su uso y abuso, quedando reducidos a un simple asentimiento intelectual a un cuerpo de doctrinas y nada más. Pero la fe auténticamente bíblica implica mucho más que eso. Implica confiar, en Dios en primer término, pero también en las personas. Y es que necesitamos confiar, aún a riesgo de ver traicionada nuestra confianza. Si bien esto último es, sin lugar a duda, una experiencia dolorosa; la sombría alternativa a la que se ve abocado quien opta por no confiar en nada ni en nadie es mucho peor. Una vida en doloroso, amargado, solitario y egocéntrico aislamiento. Un anticipo del infierno.
La actitud ideal al respecto se nos revela a través de las siguientes recomendaciones bíblicas: Primero que todo, ninguna criatura en uso de facultades personales es digna de una confianza absoluta, ni siquiera los ángeles: “Pues, si Dios no confía en sus propios siervos, y aun a sus ángeles acusa de cometer errores, ¡cuánto más a los que habitan en casas de barro cimentadas sobre el polvo y expuestos a ser aplastados como polilla!” (Job 4:18-19); “No pongan su confianza en gente poderosa, en simples mortales, que no pueden salvar. Exhalan el espíritu y vuelven al polvo, y ese mismo día se desbaratan sus planes” (Salmo 146:3-4), incluyendo la confianza desbordada que algunos hombres manifiestan en sí mismos en una censurable actitud de autonomía humanista: “Necio es el que confía en sí mismo; el que actúa con sabiduría se pone a salvo” (Proverbios 28:26); “«¡Maldito el hombre que confía en el hombre! ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor!… Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?” (Jeremías 17:5, 9). En consecuencia, no parece sabio confiar tampoco de manera absoluta en nada de orden humano, ni en ninguna cosa de este mundo, en vista de su carácter contingente, efímero y voluble. Es necio, por lo tanto, confiar en las riquezas: “No confíen en la violencia; ¡no se endiosen con el pillaje! Si llegan a ser ricos, no pongan su confianza en el dinero” (Salmo 62:10 DHH); “El que confía en sus riquezas se marchitará como las hojas, pero el justo florecerá como las ramas” (Proverbios 11:28 NBV); o confiar en los ídolos insensibles e impotentes que: “Tienen boca, pero no pueden hablar; ojos, pero no pueden ver; tienen oídos, pero no pueden oír; nariz, pero no pueden oler; tienen manos, pero no pueden palpar; pies, pero no pueden andar; ¡ni un solo sonido emite su garganta! Semejantes a ellos son sus hacedores, y todos los que confían en ellos” (Salmo 115:5-8); y que dejan, por tanto, a sus seguidores sumidos en la vergüenza: “Pero retrocederán llenos de vergüenza los que confían en los ídolos, los que dicen a las imágenes: ‘Ustedes son nuestros dioses’” (Isaías 42:17).
Finalmente, tampoco es recomendable entregar nuestra confianza a los poderes humanos: “Ahora bien, tú confías en Egipto, ¡ese bastón de caña astillada, que traspasa la mano y hiere al que se apoya en él! Porque eso es el faraón, el rey de Egipto, para todos los que en él confían” (2 Reyes 18:21); sin atender la advertencia del profeta: “¡Ay de los que descienden a Egipto en busca de ayuda, de los que se apoyan en la caballería, de los que confían en la multitud de sus carros de guerra y en la gran fuerza de sus jinetes, pero no toman en cuenta al Santo de Israel, ni buscan al Señor!” (Isaías 31:1). Lección que el rey David aprendió por dura experiencia propia, luego de llevar a cabo un censo de su ejército en el punto culminante de su reinado con presumibles motivaciones ostentosas, sólo para traer el juicio divino sobre él y sobre el pueblo y terminar concluyendo que: “Estos confían en sus carros de guerra, aquellos confían en sus corceles, pero nosotros confiamos en el nombre del Señor nuestro Dios” (Salmo 20:7). Después de todo: “Es mejor refugiarse en el Señor que confiar en el hombre. Es mejor refugiarse en el Señor que fiarse de los poderosos” (Salmo 118:8-9). Por todo lo anterior, a este respecto lo único que cabe en el mejor de los casos es una confianza relativa que asume de manera consciente e inevitable algún grado de riesgo necesario, pues no podemos tampoco olvidar que Dios puede servirse a voluntad de hombres, gobiernos o instituciones para el cumplimiento de sus propósitos soberanos justificando en nuestra vida, hasta cierto punto, la confianza en las personas, en las instituciones humanas y en nosotros mismos, pero siempre de tal modo que si nuestra confianza relativa en todos o en alguno de ellos se ve de alguna manera defraudada, nuestra confianza absoluta en el Dios que no nos defrauda nunca, nos mantendrá en pie a pesar de todo: “Confía en el Señor y haz el bien… confía en él, y él actuará” (Salmo 37:3-5)
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