Una de las apologías más antiguas y famosas a favor del cristianismo, es la que encontramos en el llamado Discurso a Diogneto que, refiriéndose a la ciudadanía de los creyentes dijo: “Su propia ciudadanía… es asombrosa… Todo país extranjero les es patria, y toda patria les es extranjera… Se hallan en la carne, y, con todo, no viven según la carne. Su existencia es en la tierra, pero su ciudadanía es en el cielo”. Ciertamente, la ciudadanía del creyente es paradójica, sin duda, pues todos los cristianos ostentamos una doble ciudadanía. La correspondiente a la nación en la que hemos nacido en este mundo y la celestial en virtud de la conversión y nuevo nacimiento. Debido a ello se nos requiere, por una parte, orar, buscar y trabajar por el bienestar del lugar en que nos encontramos en condición de peregrinos y extranjeros, tanto en el Antiguo Testamento: “Además, busquen el bienestar de la ciudad adonde los he deportado, y pidan al Señor por ella, porque el bienestar de ustedes depende del bienestar de la ciudad»” (Jeremías 29:7); como en el nuevo: “Así que recomiendo, ante todo, que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos, especialmente por los gobernantes y por todas las autoridades, para que tengamos paz y tranquilidad, y llevemos una vida piadosa y digna” (1 Timoteo 2:1-2). Al fin y al cabo, seguimos estando en el mundo: “Ya no voy a estar por más tiempo en el mundo, pero ellos están todavía en el mundo…” aunque no seamos ya del mundo: “Yo les he entregado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los quites del mundo, sino que los protejas del maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco lo soy yo” (Juan 17:11, 15-16). Pero al mismo tiempo, lo que se aplica a los creyentes del Antiguo Testamento: “Todos ellos vivieron por la fe, y murieron sin haber recibido las cosas prometidas; más bien, las reconocieron a lo lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hebreos 11:13), se aplica también a los del Nuevo. Por eso, se nos advierte al mismo tiempo para que no nos apeguemos en exceso a este mundo en sus actuales condiciones, en razón a que no pertenecemos en realidad a él.
Pablo lo dejó claro al decir: “… nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20); y lo reitera la epístola a los Hebreos: “pues aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera…” (Hebreos 13:14). No obstante, enseguida se vuelve a reiterar: “No se olviden de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen, porque esos son los sacrificios que agradan a Dios” (Hebreos 13:16). Por otra parte, nuestra doble ciudadanía nos impulsa también a reconocer, aceptar, apreciar y agradecer a Dios el hecho de que nos hallamos “en la carne”, es decir que somos seres de carne y hueso, como lo declaró con espontánea alegría Adán al referirse así a Eva: “… «Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Se llamará “mujer” porque del hombre fue sacada»” (Génesis 2:23); y lo confirmó en su momento el patriarca Job al dirigirse de este modo a Dios: “Fuiste tú quien me vistió de carne y piel, quien me tejió con huesos y tendones” (Job 10:11); de donde el propio Cristo, para aludir a su plena condición humana luego de su resurrección, afirmó: “… Miren mis manos y mis pies. ¡Soy yo mismo! Tóquenme y vean; un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que los tengo yo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies” (Lucas 24:36-40). Y es que, como lo explica al autor de la epístola a los Hebreos: “Por tanto, ya que ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza humana para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte ꟷes decir, al diabloꟷ” (Hebreos 2:14). Nuestra ciudadanía celestial no nos impide, entonces, sostener que nuestros cuerpos físicos y materiales son en principio buenos y siempre determinantes para la conformación de nuestra identidad personal y la conciencia de ser quienes somos. No obstante, esta ciudadanía sí implica para nosotros no vivir según las debilidades del este cuerpo, por lo pronto, sujeto a la corrupción. Por eso: “Estén alerta y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil»” (Mateo 26:41); no obrando, pues, conforme a: “… los impulsos y las inclinaciones carnales y pecaminosas que operan actualmente en nuestro cuerpo y en sus miembros…” (Romanos 7:18-23).
Por el contrario, esto es lo que nuestra ciudadanía celestial demanda de nosotros: “Así que les digo: Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza pecaminosa. Porque esta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que quieren…” (Gálatas 5:16-26). En consecuencia, se nos pide no depender tampoco en primera instancia de los recursos materiales que el mundo provee sino de los recursos espirituales que proceden de Dios: “pues aunque vivimos en el mundo, no libramos batallas como lo hace el mundo. Las armas con que luchamos no son del mundo, sino que tienen el poder divino para derribar fortalezas. Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo” (2 Corintios 10:3-5). Así, pues, el ejercicio correcto de nuestra ciudadanía pasa por el hecho de trabajar para mejorar las condiciones de vida del mundo en general y de la comunidad particular en que nos encontramos, pero en condición de embajadores de nuestra patria celestial, como lo reveló Pablo en relación con nosotros: “Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios»” (2 Corintios 5:20), afirmándolo de manera concreta respecto de sí mismo cuando se hallaba en la cárcel: “por el cual soy embajador en cadenas…” (Efesios 6:20). Por eso, mientras nos encontremos en este mundo y aun trabajando resueltamente en obediencia a Dios para hacer de él un mundo mejor, no debemos nunca dejar de evocar y anhelar nuestra verdadera y más definitiva patria, que se establecerá en la tierra en su momento con el regreso de Cristo, como lo hacían y hacen los judíos regados por el mundo respecto de Jerusalén, justificando de sobra la exhortación que el apóstol Pedro nos dirige para que nunca perdamos de vista a dónde pertenecemos ya realmente, de tal modo que no dejemos de honrar en ningún momento nuestra más valiosa y auténtica ciudadanía, combatiendo en todo momento el pecado que atenta contra la calidad de vida que Dios planeó y que desea para nosotros: “Queridos hermanos, les ruego como a extranjeros y peregrinos en este mundo que se aparten de los deseos pecaminosos que combaten contra la vida” (1 Pedro 2:11).
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