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Conferencias

La Biblia

¿Un mito más entre otros?

Uno de los señalamientos contra el cristianismo que ganó fuerza en la modernidad y que muchos de quienes se encuentran al margen de él aún esgrimen en su contra, es calificar las narrativas bíblicas como “mitos” para así poder descalificarlo y dejarlo sin ninguna validez. Ahora bien, la noción del “mito”, cuando se saca de su acepción popular que significa simplemente una mentira que se ha querido hacer pasar por verdad, y se define más bien desde el punto de vista de la historia de las religiones, es más compleja que esto, por supuesto, y no carece de connotaciones positivas que le confieren, incluso, una buena dosis de verdad, como sucede, por ejemplo, en esa categoría literaria que ya algunos eruditos llaman el mito-historia, aplicable en particular a algunas de las narraciones bíblicas típicamente controvertidas a lo largo de la historia, como lo es en los últimos años la llamada “búsqueda del Adán histórico” que tiene como finalidad establecer la historicidad de Adán en vista de las convergencias y divergencias simultáneas que la ciencia está estableciendo en relación con este asunto y que se encuentran hoy en plena y candente discusión.

Una discusión que, si bien no es el objeto de esta conferencia, si debe tener en cuenta no sólo la alusión marginal e incidental que hace Cristo a Adán y a los comienzos conforme al relato bíblico del Génesis en Mateo 19:3-6, habida cuenta de su bien ganada credibilidad a la que volveremos más adelante; sino también las demás referencias bíblicas a Adán posteriores al Génesis (1 Crónicas 1:1; Job 15:7; 31:33; Oseas 6:7; Lucas 3:38, 1 Timoteo 2:13-14, Judas 14), que no parecen dar pie a la idea de que él es un mero símbolo de la humanidad, de modo que interpretarlo de este modo únicamente para conciliar la Biblia con teorías científicas de última hora o ideas filosóficas en continua revisión, es incurrir en una deficiente y condenable exégesis que en últimas pondría también en entredicho lo hecho por Cristo a nuestro favor, habida cuenta de los contrastantes paralelismos bíblicos entre Adán y Cristo (Romanos 5:12-19, 1 Corintios 15:22, 45-49).

Pero volviendo con nuestro tema, quienes insisten en descalificar el cristianismo dejando sin piso las narraciones bíblicas al tacharlas de mitos, entendidos en su acepción popular de mentiras históricas mandadas a recoger; no toman en cuenta con la debida consideración que, de hecho, la misma Biblia nos exhorta a someterlo todo a prueba (1 Tesalonicenses 5:21), instrucción que ha traído como resultado que el cristianismo haya sido y siga siendo, en sus versiones ilustradas, una doctrina desmitificadora y antisupersticiosa que, al promover la verdad desenmascara el engaño y la falsedad, fomentando de paso el pensamiento racional y ceñido a los hechos; de donde poner a prueba lo que se nos pide creer es algo por demás natural en un creyente en Cristo, haciendo de los cristianos saludables escépticos en el sentido original del término que indica a aquel que examina las cosas y no traga entero ni se deja engañar fácilmente. No es casual, ni deja de ser significativo, que en la época del imperio romano los cristianos fueran acusados de ser ateos y perseguidos por esta causa, ya que negaban a los falsos dioses de las mitologías de las civilizaciones antiguas y de las numerosas religiones de misterio que estaban en boga en la época.

Paradójicamente, quienes introdujeron la noción del mito en el campo del cristianismo para aplicarla a las narraciones bíblicas, fueron teólogos cristianos que militaban en lo que se conoce desde entonces como “teología liberal”, de la que podría muy bien decirse que con “amigos” así la iglesia no necesita enemigos, pues fueron ellos quienes, cuál caballo de Troya, introdujeron los cuestionamientos al cristianismo por cuenta de la noción del mito. Sin embargo, sus credenciales académicas no deben hacernos perder de vista lo que muchos eruditos conservadores igualmente acreditados también se han encargado de hacernos saber al respecto, como por ejemplo lo relativo a los llamados “mitos de la creación”, pues ya está establecido que, como lo afirman J. P. Moreland y J. M. Reynolds “Toda cultura se aferra a su particular mito de la creación”

Hoy por hoy es, entonces, de muchos sabido que los mitos sobre la creación están presentes en bastantes culturas antiguas, registrados con anterioridad al relato bíblico. Pero eso no significa, como lo pretenden algunos de manera ligera, que se pueda equiparar sin más al judaísmo con las religiones paganas al poder identificar algunos paralelos entre sus respectivas narraciones, como si la narración bíblica de la creación fuera un mito más entre muchos. Se ha llegado a decir incluso, con evidente mala intención, que la Biblia toma prestados elementos mitológicos de las culturas paganas de la antigüedad y los incorpora en su propio relato, sin tomar en consideración la gran sobriedad y concisión del relato bíblico al compararlo con los fantasiosos y adornados mitos de la creación propios de las culturas paganas. Además, la narración bíblica sobre la creación posee una característica única que la coloca en una categoría aparte en relación con los mitos paganos sobre la creación, y es que la Biblia habla de una creación ex nihilo, es decir, de la nada, mientras que todos los mitos antiguos de la creación pintan a los dioses creando el mundo apelando a una materia preexistente.

Lo cierto es que cualquier semejanza entre los mitos paganos y el relato bíblico de la creación tiene una mejor y más razonable explicación en que, como lo señala Gino Iafrancesco Villegas: “El mito y la historia navegan siempre en la misma embarcación… Muchos mitos son versiones deformadas de una verdadera historia… Una historia verdadera es la raíz de la cual se desprendieron los mitos… Las similitudes de la historia verdadera con los mitos son obvias y tiene su razón lógica de ser. Han de parecerse si provienen de un pasado común. El mismo mito confirma el detalle auténtico de la historia”. De hecho, la cultura occidental actual también sigue sosteniendo su propio mito de la creación: el mito científico de que el universo no requiere de Creador alguno, en contravía incluso con lo que sugiere fuertemente la teoría del Big Bang, y nociones como el llamado “ajuste fino del universo” y el principio antrópico, dándole la razón de nuevo a Gino Iafrancesco Villegas:  “No todo es tan sólo mito en los mitos, como tampoco todo es ciencia en las ciencias… muchas hipótesis científicas son evidentemente también mitos, y cumplen el papel del mito entre sus adeptos. La fe en la ciencia es la nueva mística de la mitología actual. La ‘ciencia’ es el mito moderno”.

Además, si de ser honestos se trata, la insistencia de los teólogos liberales en catalogar los relatos bíblicos como “mitos” obedece, más que a la fuerza de los hechos, a la agenda naturalista más o menos encubierta de estos teólogos, compartida con amplios sectores de la ciencia moderna, que se niega a aceptar la posibilidad de los milagros, de donde cualquier relato en la Biblia que tenga ribetes milagrosos o apele a lo sobrenatural debe, por tanto, ser falso, y es de inmediato colocado en el compartimiento de los “mitos” antes de evaluar la evidencia y, peor aún, forzando y manipulando luego la evidencia para que confirme el haberlo ubicado allí. Dicho de otro modo, los teólogos liberales, en contubernio con la ciencia, afirman que sólo las explicaciones naturales son racionales y, por lo tanto, creíbles, mientras que las explicaciones que apelan a la sobrenatural son, por fuerza, irracionales y por lo tanto no pueden ser aceptadas, imprimiendo un sesgo deshonesto y prejuicioso a la posterior evaluación de los hechos.

Pero como lo dijo Charles Colson: “Hay circunstancias en que es más racional aceptar una explicación sobrenatural y es irracional ofrecer una explicación natural”. Se refería él a que descubrimientos científicos tales como la teoría del “Big Bang”, la física cuántica, la biología molecular, el descubrimiento del ADN y la decodificación del genoma humano, entre otros, conducen a la conclusión de que insistir en explicaciones naturalistas para esclarecer misterios tales como el origen del universo, de la vida y del ser humano, desemboca inexorablemente en necia y fantasiosa irracionalidad; mientras que referir estos misterios a un Dios Creador, sobrenatural, sabio y poderoso, aunque no sea científico, es no obstante la explicación más racional (y no sólo intuitiva) a los dilemas planteados por la ciencia actual, brindando así soporte al relato bíblico de la creación en el que se afirma que al concluir su obra de creación Dios consideró que el resultado era literalmente “muy bueno” (Génesis 1:31), poniendo distancias insalvables entre este relato y los mitos antiguos de la creación de otras culturas, en algunos de los cuales la creación es un accidente, en contravía con la afirmación bíblica: “Con sabiduría afirmó el Señor la tierra, con inteligencia estableció los cielos” (Proverbios 3:19).

El carácter y la credibilidad de Jesús de Nazaret, establecida y reconocida por propios y extraños por igual, juega también en contra del carácter mítico de las narraciones bíblicas. De hecho, como lo dicen Josh McDowell y Don Steward: “Jesús… autenticó algunos de los pasajes que se disputan más hoy en día… Parece que Jesús se anticipó a refutar la crítica bíblica del siglo XX al autenticar estas narraciones”. Esa misma crítica bíblica suscrita por los teólogos liberales, a la que dedicaremos otra conferencia. Por lo pronto, lo que nos interesa es notar que los pasajes bíblicos que han sido señalados como mitos de manera casi sistemática por estos teólogos y el pensamiento secular son los 3 primeros capítulos de la Biblia relativos a las narraciones de la creación y la caída, cuyo carácter presuntamente mitológico un buen número de ellos extiende al resto del Génesis con las narraciones del diluvio, la torre de Babel y Sodoma y Gomorra. Y Jesús se refirió a todos ellos dándolos por descontados como hechos históricos y no mitos, comenzando por la realidad histórica de Adán y Eva (Mateo 19:4-6), la muerte de Abel a manos de Caín (Mateo 23:35; Lucas 11:51), el diluvio universal (Mateo 24:37-39) y la destrucción de Sodoma y Gomorra y la muerte de la esposa de Lot convertida en estatua de sal (Mateo 10:15; 11:23-24; Lucas 17:29-32). Así, pues, para calificar estos episodios como mitos se debe poner, entonces, en entredicho la bien ganada credibilidad de Jesús, algo que no muchos se atreven a hacer.

Y no porque no quieran, sino porque ya lo intentaron y fracasaron. Me refiero a que uno de los argumentos utilizado ampliamente durante el siglo XIX por los críticos en contra de la persona y las legítimas pretensiones de Jesucristo sobre nuestras vidas consistió en afirmar que, dado que los evangelios habían sido presuntamente escritos dos o más generaciones después de aquella que fue testigo presencial de los hechos ꟷalgo que también ya ha sido desmentidoꟷ, en el curso de este tiempo la iglesia habría terminado introduciendo mitos y leyendas alrededor de la figura de Cristo que terminaron plasmadas en los cuatro evangelios canónicos que recogen su vida, brindando, por tanto, una imagen falsa de Cristo que no correspondería con la realidad de su vida y obras. Se suponía, entonces, que al emprender una investigación de carácter científico más exhaustiva y minuciosa al margen de los evangelios, se terminaría descubriendo a un Jesús “desmitificado” completamente natural y diferente al Jesús sobrenatural de los evangelios. Dicho de otro modo, que al escribir una biografía científica de Cristo se terminarían derrumbando todos los mitos construidos alrededor de Él en los evangelios.

Esta fue la intención del ambicioso proyecto asumido por los teólogos liberales del siglo XIX bajo el nombre de “la búsqueda del Jesús histórico”. Proyecto que, si bien no dejó de hacer aportes para iluminar el contexto histórico del primer siglo en el que Cristo vivió, fracasó estruendosamente en su propósito principal de revelarnos a un Cristo natural o “desmitificado”. El fracaso de este proyecto estableció, entonces, algo que estos críticos del cristianismo han tenido que reconocer y aceptar, así sea a regañadientes. Esto es que el retrato de Cristo provisto por las cuatro coincidentes “biografías” de Él de las que disponemos en los cuatro evangelios es el retrato auténtico y real de su persona, no adornado por mitos que busquen realzar de manera artificial su personalidad, ni en su perfecto carácter moral, ni en su declarada identidad de Hijo de Dios, ni en los milagros que realizó para confirmarla, destacándose entre todos ellos su propia resurrección de los muertos a la que nos referiremos un poco más adelante. La búsqueda del Jesús histórico del siglo XIX terminó, sin proponérselo, confirmando los evangelios y estableciendo que ellos registraron, entonces, sin mitos ni falsedades lo que los testigos presenciales observaron directamente en Cristo y la credibilidad que la iglesia siempre le había atribuido.

Sea como fuere, a comienzos del siglo XX en este caldeado contexto, el erudito y destacado teólogo alemán Rudolph Bultmann, a medio camino entre la teología ortodoxa conservadora y la teología liberal en lo que se conoce como neo-ortodoxia, trató incluso de mantener vigente el mensaje cristiano por medio de la llamada “desmitologización”, programa de investigación que sostiene lo insostenible: que los milagros narrados en la Biblia son mitos, por cuanto son mentiras históricas que, no obstante, expresan verdades existenciales que siguen confrontando al hombre moderno con el evangelio. Pero por ingenioso que parezca este giro, afirmar verdades fundamentadas sobre mentiras es incurrir en un contrasentido que tarde o temprano deja sin piso las afirmaciones que se hayan hecho al amparo de ello.

Además, la presunción que se hallaba detrás de este programa era una visión condescendientemente paternalista de las comunidades pertenecientes a las épocas primitivas de la historia humana, ꟷincluyendo entre ellas a la comunidad judía del primer siglo de la era cristianaꟷ, como si todos ellos fueran niños incapaces de distinguir sin ayuda la realidad de la ficción y de pensar de manera lógica y racional más allá de los mitos y del misticismo religioso. Es así como estos teólogos terminaron afirmando que la comunidad apostólica del primer siglo no sólo exhibía un pensamiento “precientífico” sino también “prelógico”, es decir que no sólo no pensaban de manera científica ꟷalgo en lo que tienen razónꟷ, sino que tampoco lo hacían de manera lógica y realista, algo que ya es claramente discutible.

En desarrollo de esta tesis, se supone que las comunidades primitivas mezclarían fácilmente y de manera confusa lo natural con lo sobrenatural y milagroso, atribuyendo este último carácter de manera indiferenciada y sin criterio a episodios que la ciencia moderna estaría en condiciones de demostrar como hechos naturales y nada más. Pero como lo dijo Bronislaw Malinowski: “Es un error suponer que en la etapa primitiva de su desarrollo el hombre vivía en un mundo… donde el misticismo y la razón eran intercambiables… En sus ritos… el hombre trata de obtener milagros, no porque ignore el límite de sus fuerzas mentales, sino, por el contrario, porque los conoce plenamente”. En especial con el pueblo judío, que siempre ha exhibido, a diferencia del pensamiento greco-romano, un fuerte compromiso con la historia real.

Así, lo cierto es que ni los apóstoles ni la comunidad del primer siglo de la era cristiana era tan ingenua como para no distinguir los hechos de las fábulas y leyendas surgidas alrededor de ellos, como lo ratifican muchas de sus incidentales afirmaciones que nos informan que ellos ya habían emprendido en su momento la “desmitologización” propuesta por Bultmann, haciendo innecesario un nuevo esfuerzo en esta dirección en el que los críticos terminan atribuyendo gratuitamente a la iglesia aquello que la iglesia denuncia en el paganismo. Vale la pena examinar una a una estas declaraciones, dejando que hablen por sí solas:

  • “Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron” (Lucas 1:1-4)
  • “Estimado Teófilo, en mi primer libro me referí a todo lo que Jesús comenzó a hacer y enseñar hasta el día en que fue llevado al cielo, luego de darles instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido. Después de padecer la muerte, se les presentó dándoles muchas pruebas convincentes de que estaba vivo. Durante cuarenta días se les apareció y les habló acerca del reino de Dios” (Hechos 1:1-3)
  • “Al ver lo que Pablo había hecho, la gente comenzó a gritar en el idioma de Licaonia: ꟷ¡Los dioses han tomado forma humana y han venido a visitarnos!A Bernabé lo llamaban Zeus, y a Pablo, Hermes, porque era el que dirigía la palabra. El sacerdote de Zeus, el dios cuyo templo estaba a las afueras de la ciudad, llevó toros y guirnaldas a las puertas y, con toda la multitud, quería ofrecerles sacrificios. Al enterarse de esto los apóstoles Bernabé y Pablo, se rasgaron las vestiduras y se lanzaron por entre la multitud, gritando: ꟷSeñores, ¿por qué hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales como ustedes. Las buenas nuevas que les anunciamos son que dejen estas cosas sin valor y se vuelvan al Dios viviente, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos” (Hechos 14:11-15)
  • “Como te rogué al partir para Macedonia que te quedaras en Efeso para que instruyeras a algunos que no enseñaran doctrinas extrañas, ni prestaran atención a mitos y genealogías interminables, lo que da lugar a discusiones inútiles en vez de hacer avanzar el plan de Dios que es por fe, así te encargo ahora” (1 Timoteo 1:3-4 LBLA)

Valga hacer aquí un comentario sobre las genealogías mencionadas por el apóstol, que ciertamente abundan en las Escrituras, y que tienen como propósito, más que nos detengamos en ellas a examinarlas en detalle de manera obsesiva (que es lo que Pablo desestimula aquí); mostrarnos el fuerte compromiso con la historia real que tenía el pueblo judío, a diferencia de lo que vemos entre los griegos y los romanos, civilizaciones antiguas que no distinguían claramente entre historia y leyenda, mito o realidad. De este modo, la presencia de una genealogía en un escrito judío busca indicar fundamentalmente y sin lugar a duda que se trata de una narración histórica y no de un mito o una leyenda. Dicho esto, continuemos con los pasajes que restan.

  • “Rechaza las leyendas profanas y otros mitos semejantes. Más bien, ejercítate en la piedad” (1 Timoteo 4:7)
  • “y no presten atención a mitos judaicos y a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad” (Tito 1:14 NBLA), en una probable alusión a los relatos cabalísticos carentes de rigor histórico de la tradición judía.
  • “Cuando les anunciamos la venida gloriosa y plena de poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos como si se tratara de leyendas fantásticas, sino como testigos oculares de su grandiosidad” (2 Pedro 1:16 BLPH)
  • “Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida” (1 Juan 1:1)

A manera de descargo en lo que concierne a la teología liberal, hay que decir que ya desde el siglo XIX eruditos liberales tan eminentes como Adolf Von Harnack se desmarcaron de las apresuradas conclusiones a las que sus colegas estaban llegando alrededor del carácter mitológico de muchos de los hechos en que se basa el evangelio. Así, en contravía con declaraciones liberales como la reciente y ya algo anacrónica del escritor Tomas Harpur en su libro El Cristo Pagano en el sentido de que, según él: “No hay nada que el Jesús de los evangelios hiciera o dijera… cuyo origen no pueda trazarse a miles de años antes, a los rituales de misterio egipcios y otras liturgias sagradas”, aludiendo a la ya trasnochada teoría liberal de que los episodios de la vida de Cristo son una simple reedición de las enseñanzas y los detalles que caracterizarían en general a todos los mitos de las ancestrales religiones de misterio que abundaban en la antigüedad. Porque como lo estableció bastante antes Harnack, es un error suponer o deducir de meras semejanzas de forma entre los misterios paganos y el cristianismo que éste se apoya en aquellos.

Y esto, no sólo porque el cristianismo se basa en hechos suficientemente establecidos por la investigación histórica, a diferencia de los mitos que dan pie a los misterios paganos. Sino también porque los estudiosos liberales como Harpur y compañía convierten arbitrariamente las eventuales semejanzas formales entre las religiones de misterio y el cristianismo en influencia de las primeras sobre el último y no contentos con ello, terminan también afirmando que las religiones de misterio son, entonces, la fuente verdadera de la que se nutre el cristianismo. A esto se refirió ya Harnack con estas palabras: “Debemos rechazar la mitología comparativa que encuentra una vinculación causal entre todo y todo lo demás… Con estos métodos uno puede convertir a Cristo en un dios solar… o uno puede apelar a las leyendas acerca del nacimiento de cualquier dios concebible, o… asimilar cualquier especie de paloma mitológica para que sirva de compañía a la paloma bautismal… la varita mágica de las «religiones comparadas» elimina de forma triunfante cualquier rasgo espontáneo en cualquier religión”.

Justamente, las primeras formulaciones hechas por las relativamente recientes ciencias de la religión contribuyeron a relegar el cristianismo al ámbito de los “mitos” al apelar a un nunca demostrado esquema evolucionista en el desarrollo de la religión en el que planteaban que el monoteísmo en general y el judeocristiano en particular sería más bien una forma religiosa evolucionada y, como tal, de reciente aparición, en un proceso que habría dejado atrás las más primitivas y ancestrales religiones paganas panteístas, animistas y politeístas que lo habrían precedido. Así, el monoteísmo sería entre todas las anteriores la religión más evolucionada de todas, algo que podría sonar halagador a los oídos cristianos si no fuera porque no es exacto y, además, sólo obedece a una estrategia para declarar también al final obsoleto al monoteísmo cristiano.

En efecto, para algunos de estos estudiosos de la religión, la evolución religiosa no concluyó con el monoteísmo, sino que habría continuado de modo tal que del monoteísmo hemos pasado gradualmente a formas religiosas más evolucionadas como el deísmo de la ilustración ꟷla creencia en un Dios personal creador de todo lo que existe, pero que ya no sustenta de ningún modo su creación sino que está por completo ausente de ellaꟷ y el agnosticismo racionalista ꟷla postura que niega al ser humano en ejercicio de sus facultades racionales la posibilidad de conocer a Dios, lo cual haría irrelevante su existencia o inexistencia para todo efecto prácticoꟷ  y, finalmente, el ateísmo moderno que sería, entonces, la forma de “religión” más evolucionada de todas que declara como obsoletas por supersticiosas y mitológicas a todas las formas religiosas que la habrían antecedido, incluyendo por supuesto al monoteísmo cristiano.

Pero esta afirmación ha mostrado no ser más que una presunción sin fundamento a la luz de los últimos hallazgos de las ciencias de la religión que echan por tierra este esquema evolucionista como algo impuesto a los hechos y no como algo que se deriva de ellos. Lo cierto es que todas las formas religiosas paganas conocidas por la historia y combatidas por el cristianismo son corrupciones del monoteísmo puro original emprendidas por los diferentes grupos humanos con posterioridad a la caída en pecado de nuestros primeros padres que han seguido existiendo de manera paralela y cronológicamente superpuesta con el monoteísmo bíblico sin una relación lineal de continuidad “evolutiva” entre ellas.

Además, refiriéndose al hallazgo arqueológico de Ugarit y con base en él, M. J. Dahood declaró que: “El Dios de Israel era tan superior a los dioses de Canaán, tanto conceptual como éticamente, que apenas se concibe un préstamo teológico”. Por eso, sin perjuicio de lo ya dicho en cuanto a que, desde el punto de vista estrictamente lógico y racional las similitudes pueden muy bien explicarse también como influencia o rezagos de la verdad bíblica que se hallaría aún presente pero de forma ya artificialmente adornada y tergiversada en las mitologías paganas y no lo contrario; lo cierto es que los hallazgos arqueológicos, tales como los textos de Ugarit, las tablillas de Mari, las de Nuzi y El Amarna, entre muchos otros, evaluados con objetividad y sin prejuicios muestran algo muy diferente.

Porque más allá de las similitudes en cuanto a las costumbres socio culturales comunes al antiguo Cercano Oriente que coinciden con las reflejadas en los relatos bíblicos y que contribuyen, de hecho, a establecer su verosimilitud; lo que en verdad llama la atención es el marcado contraste entre el carácter del Dios de la Biblia y su pueblo Israel con el exhibido por los dioses o ídolos de las religiones paganas. El mismo contraste que hay entre el grano y la paja. Es decir, un contraste que muestra tal superioridad en el carácter de Dios respecto de los ídolos que nos lleva a proclamar junto con el profeta: “… ¿Qué tiene que ver la paja con el grano?” (Jeremías 23:28). Por eso, para decirlo en términos coloquiales, Dios y los ídolos o dioses de los demás pueblos, no obstante sus obvias y razonables similitudes formales, son “harinas de diferente costal”, tan diferentes como lo es en estricto rigor la historia real del mito fantasioso.

Uno de los lugares comunes enarbolados por la teología liberal y el pensamiento secular al respecto, sería la referencia que encontramos en los mitos de las religiones de la antigüedad a las alternancias que se dan en la naturaleza entre el día y la noche, las fases lunares y los ciclos de fertilidad tan necesarios para la planificación de la actividad humana, obteniendo así de la tierra la productividad requerida para la subsistencia de los diversos grupos humanos a lo largo de la historia, acerca de los cuales llegaron a afirmar que la muerte y resurrección del Señor no era más que otra forma de hacer referencia a los ciclos de noche y día y en especial al ciclo de fertilidad por el que la naturaleza “muere” en el invierno para “resucitar” nuevamente en la primavera. Así, para ellos, el “mito” de la sobrenatural resurrección de Cristo sería tan sólo una más de las coloridas e imaginativas maneras de expresar el hecho natural de los ciclos de fertilidad de los que darían cuenta todas las mitologías antiguas, incluyendo entre ellas al cristianismo.

Sin embargo, como si anticiparan estos peregrinos cuestionamientos, dirigentes cristianos como Clemente de Roma nos informan ya de manera temprana todo lo contrario. Es decir que la milagrosa resurrección de Cristo es el hecho central de la historia al que apuntan de manera simbólica las mitologizaciones de los ciclos de la naturaleza características de las religiones paganas, que al decir de este temprano dirigente de la iglesia inmediatamente posterior a los apóstoles debería conducirnos a que: “Entendamos… en qué forma el Señor nos muestra continuamente la resurrección… el día y la noche nos muestran la resurrección. La noche se queda dormida, y se levanta el día; el día parte, y viene la noche”. De nuevo a este respecto la resurrección sería el grano, mientras que los mitos serían la paja.

Por último y volviendo con la designación que Gino Iafrancesco Villegas hiciera a la ciencia como el “mito moderno”, debemos hacer primero una justa reivindicación del mito tal y como se ha llegado a entender en el contexto de las ciencias de la religión, pues en ellas el mito se considera una manifestación legítima de la vida religiosa de las poblaciones primitivas que sigue existiendo incluso en el hombre moderno, enmascarada o encubierta la mayor parte de las veces en versiones más sofisticadas, constituyéndose así el mito en un aspecto inherente a la religiosidad humana en la medida en que pretende expresar algo en lenguaje religioso y no tanto explicarlo en lenguaje científico. En consecuencia, en este especializado contexto ya no podemos afirmar llanamente que el mito es una mentira ꟷque como ya lo dijimos, es su acepción más generalizadaꟷ; sino que sería más bien una verdad expresada en términos religiosos ante la dificultad, incapacidad o imposibilidad de explicarla en términos científicos, racionales o discursivos.

Algunos mitos pueden, por tanto, seguir prestando alguna utilidad aún en el marco de la ciencia, como sucede con mitos como los de Edipo, Narciso y Electra en el campo de las ciencias psicológicas para designar complejos que dan lugar a desordenes en el comportamiento, y el de Prometeo y Sísifo para hacer referencia, respectivamente, a la aspiración que los hombres tienen de elevarse hasta la altura de los dioses o la monotonía y dificultad de la vida vista como una empresa vana y estéril de nunca acabar. De hecho, Jesucristo aludió a Mamón, o el dios que personificaba a la avaricia en Mateo 6:24, desenmascarándola en el intento. Con todo, esto no nos autoriza a introducir el mito de manera indiscriminada, irreflexiva y arbitraria en la verdad del evangelio. Al fin y al cabo, como lo señala y expone Antonio Cruz en su libro Sociología. Una desmitificación: “Muchas… utopías que anhelaban la sociedad perfecta forjaron auténticos mitos sociales… el hombre actual… sigue necesitando y creando mitos para poder sobrevivir… A pesar de la tecnología y los avances científicos… las sociedades del tercer milenio continúan… apoyándose en los mitos humanos”, declaración en la que parece resonar la advertencia paulina relativa a nuestros tiempos en el sentido de que: “Dejarán de escuchar la verdad y se volverán a los mitos” (2 Timoteo 4:4).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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