¿La chispa divina en el ser humano?
Una de las frases más famosas del filósofo alemán Immanuel Kant ꟷno propiamente un creyente sino más bien un agnóstico racionalistaꟷ, es aquella que dice: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre… crecientes… el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Con la expresión “la ley moral dentro de mí” este pensador se refería el hecho de que, cuando aplicamos la razón a analizarnos a nosotros mismos descubrimos en nuestro interior una experiencia universal y exclusiva de los seres humanos que ni la ciencia ni la filosofía han podido explicar satisfactoriamente: nuestra inherente moralidad. En efecto, no importa que tan primitiva pueda ser una comunidad humana, la conciencia del bien y del mal está de un modo u otro presente de manera innata en todos y cada uno de los individuos que la conforman y que forman parte a su vez del género humano.
Por supuesto, la moralidad se puede extraviar, corromper, o incluso interpretarse a la manera del relativismo moderno en sus diferentes formas, que afirma que no existe un bien ni un mal absolutos, sino que todo es relativo y depende de la cultura (multiculturalismo), de la situación (ética situacional) o de la persona (subjetivismo); pero el punto aquí es que la moralidad nunca puede desaparecer del todo en ningún individuo adulto en uso de sus facultades racionales, en la medida en que las categorías del bien y del mal vienen incorporadas de manera esencial e inseparable en la psiquis humana desde que tenemos uso de razón. Es tanto así que la apologética o defensa de la fe se refiere a éste como el “argumento antropológico o moral” a favor de la existencia de Dios que se añade a dos de los ya abordados anteriormente en esta misma sección (el cosmológico y el teleológico)[1] que, junto con el argumento ontológico ꟷal que dedicaremos una próxima conferenciaꟷ, completa los cuatro ya clásicos “argumentos naturales” a favor de la existencia de Dios, por no tener que recurrir a ninguna revelación sobrenatural para inferir mediante ellos la realidad de Dios.
De hecho, como el propio Kant lo señaló, la moralidad siempre ha conducido a la religión y ha estado ligada a ella. Es más, la religión de muchos de los intelectuales de hoy es la moralidad y nada más. La Biblia también hace clara referencia a la conciencia moral como un hecho universal del género humano ꟷal margen de la revelación en la Biblia y los preceptos morales declarados con precisión en ella que conocemos como “la ley”, condensada en los Diez mandamientosꟷ con estas palabras del apóstol: “De hecho, cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por naturaleza lo que la ley exige, ellos son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley. Éstos muestran que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige, como lo atestigua su conciencia, pues sus propios pensamientos algunas veces los acusan y otras veces los excusan” (Romanos 2:14-15). Así, pues, la presencia universal de la conciencia moral o el sentido del bien y el mal en el ser humano hace forzosa la existencia de un Ser que se tomó el trabajo de plasmar este sentido en la conciencia humana. Un Ser absolutamente moral que, a través de la moralidad, da testimonio de sí mismo a cada individuo humano. Ese Ser no podría ser otro que Dios mismo. Porque en último término no es ni siquiera que la moralidad constituya una prueba racional de la existencia de Dios, sino que la existencia de Dios es lo que hace posible la moralidad.
El pensamiento secular y ateo ha procurado desvirtuar la fuerza de este argumento a favor de la realidad de Dios, ya sea relativizando o negando la moralidad o, en su defecto y ante el manifiesto fracaso de estos primeros intentos, reconociéndola simplemente como un producto o etapa final del proceso evolutivo en el marco de la teoría darwinista de la evolución que, presuntamente, haría innecesario a Dios, intento que tampoco ha corrido con mejor suerte cuando se examina con cuidado. En el primer sentido la conciencia moral parece diluirse en un contexto moralmente enrarecido como el actual en el que el pluralismo que busca incluir a todos es sagrado (o por lo menos así lo pretende y promulga, sobre el papel), y en el que también el ya mencionado relativismo amenaza con imponerse bajo la idea expresada poéticamente por Campoamor en el sentido de que: “en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira; todo es según el color, del cristal con que se mira”; a la sombra de la cual ideologías tales como los ya relacionados multiculturalismo, la ética situacional y el subjetivismo postulan que lo bueno y lo malo está determinado y condicionado por la cultura en que nos desenvolvemos, por la situación en la que nos encontramos, o por nuestro mero punto de vista u opinión personal sobre las cosas, por lo que no existen consensos universales sobre el bien y el mal.
Sin embargo, este argumento en contra de la moralidad como evidencia de la existencia de Dios no deja de ser pueril y engañoso, pues el punto es que no importan las diferencias, más o menos discutidas, acerca de lo que cada cultura o individuo considere bueno o malo indistintamente (que no son en realidad tan diferentes como muchos pretenden), pues las categorías del bien y el mal están presentes en todo ser humano, independiente de los contenidos más o menos acertados que coloquemos en ellas. De hecho, el pensamiento secular magnifica de manera forzada estas diferencias al postular que, al final, todo es cuestión de opinión personal, pues en la realidad las cosas no funcionan de ese modo. En primer lugar, porque la anarquía ꟷhacer lo que a cada cual le parezca mejor sin referencia a ninguna autoridad ajena a nosotros mismosꟷ no ha sido nunca un estado deseable ni fuente de fortaleza, bienestar ni de progreso para la sociedad. Una de las mejores ilustraciones gráficas de los resultados a los que conduce una sociedad anárquica la encontramos en el convulsionado y oscuro periodo de los Jueces en Israel, justamente descrito por el inspirado autor sagrado con estas sombrías y concluyentes palabras: “En aquella época no había rey en Israel; cada uno hacía lo que le parecía mejor” (Jueces 17:6).
Y en segundo lugar, porque como lo dice Paul Copan: “Cuando una persona dice: «no juzgue», lo está juzgando a usted por haber juzgado a otro… es evidente que no podemos evitar emitir juicios morales”. En efecto, nos guste o no, ningún ser humano puede evitar juzgar o emitir juicios morales. Y esto es significativo porque si el naturalismo fuera cierto y la naturaleza fuera, en efecto, todo lo que existe sin que haya un Dios más allá de ella, entonces la universalidad e inevitabilidad de los juicios morales sería algo del todo inexplicable que desafiaría constantemente al naturalismo. C. S. Lewis abordaba así este asunto: “cuando el hombre razona sobre cuestiones de hecho, suele indicar juicios morales” de manera que: “los juicios morales levantan ante el Naturalismo la misma dificultad que cualquier otro pensamiento [racional]”. Es por todo lo anterior que la moralidad es un argumento inobjetable a favor de la existencia de Dios, de tal suerte que, como continúa diciéndonos C. S. Lewis, en gracia de discusión: “Si el Naturalismo es verdadero, «yo debo» es el mismo género de afirmación que cuando digo «me apetece»”.
En otras palabras, si la naturaleza fuera todo lo que existe y nuestra inherente moralidad fuera una ilusión, no podríamos entonces establecer ninguna diferencia entre nuestros deberes y nuestras meras preferencias o gustos personales. Es por eso que los naturalistas terminan siendo inconsecuentes y refutándose a sí mismos, pues: “Un momento después de haber defendido que bien y mal son ilusiones, los encontrará exhortándonos a trabajar para la posteridad, a educar, a hacer la revolución, a transformar, a vivir y morir por el bien de la humanidad… Ante la injusticia tiran todo el Naturalismo por la borda y hablan como hombres de genio. Conocen mucho más de lo que piensan que conocen” (C. S. Lewis). Tanto, que aun los transgresores desafiantes y endurecidos saben bien que son transgresores, como lo establece el apóstol: “Saben bien que, según el justo decreto de Dios, quienes practican tales cosas merecen la muerte; sin embargo, no solo siguen practicándolas, sino que incluso aprueban a quienes las practican” (Romanos 1:32).
Así, pues, ante el fracaso del intento por relativizar o negar la moralidad, el pensamiento secular y ateo opta por hacer de ella un simple subproducto reciente del proceso evolutivo en el que supuestamente nos encontramos inmersos, todo lo cual no es más que un sofisma, pues si el naturalismo es cierto, entonces, como lo sentencia F. H. Jacobi: “Toda acción moral, verdaderamente virtuosa, es, en relación con la naturaleza, un milagro”. Lo cierto es que el naturalismo científico y la filosofía materialista encuentran tan difícil explicar convincentemente el surgimiento de la moralidad o la conciencia del bien y del mal en el ser humano por un simple proceso evolutivo, que cualquier acción moral y virtuosa llevada a cabo por los hombres ꟷmuchas veces de carácter sacrificial y a costa del beneficio, la subsistencia o la misma supervivencia personal inmediataꟷ no podría explicarse sino como un milagro que rompe con el fríamente práctico principio de selección natural que asegura la supervivencia de los más fuertes o mejor adaptados. Porque ¿qué ventaja evolutiva podría brindar a nuestra descendencia genética un acto altruista de abnegación y sacrificio bajo la guía de nuestra conciencia moral en términos de supervivencia? Dicho con más precisión ¿qué ventaja evolutiva en términos de supervivencia y calidad de vida reporta a los hijos de un soldado su voluntario sacrificio en combate en el frente de batalla? Ninguno apreciable o medible, sino todo lo contrario, mayores dificultades en la vida producto de un padre ausente y de la provisión material, la seguridad y la estabilidad emocional que en términos normales él podría brindar a su familia.
Claro, el evolucionista ateo Richard Dawkins afirma que tal vez no traiga ninguna ventaja evolutiva a nuestra descendencia genética inmediata, sino a la de la especie, postulando así la muy especulativa, nunca demostrada y bastante descabellada teoría del “gen egoísta” que afirma que nuestras decisiones morales de carácter altruista proceden de nuestros genes ꟷes decir que, en realidad, no tomamos decisiones libres, sino determinadas por nuestros genes, de los que vendríamos a ser “idiotas útiles”ꟷ, y que éstos lo único que buscan es asegurar la supervivencia de la especie, aunque en el proceso algunos de los miembros individuales de la misma deban sacrificarse para lograrlo. Pero lo cierto es que esta explicación es muy reforzada, pues tal vez podría cobijar algunas acciones instintivas de las especies animales, pero está lejos de explicar el conjunto de acciones morales emprendidas a lo largo de la historia por el género humano. Así, pues, si desde el punto de vista naturalista la moralidad es un milagro, no puede entonces excluirse a Dios como explicación de ella.
De hecho, contrario a lo afirmado por Richard Dawkins en su intento de justificar la moralidad en un contexto ateo, a lo que este planteamiento contribuye es a un estado de cosas tan caótico, arbitrario e injusto como el ya muy tristemente célebre que hemos podido observar en los regímenes políticos dictatoriales y ateos en el que lo que rige a la postre es la ley del más fuerte con una masiva violación de los derechos humanos por parte del mismo gobierno, y el consecuente principio de “sálvese quien pueda”, como lo promulga actualmente la llamada sociobiología o darwinismo social que lleva con cínica frialdad hasta sus últimas consecuencias lógicas en el campo de la conducta humana lo que está implícito en la noción de evolución tal como la plantea el darwinismo, dándole la razón más bien a Fiódor Dostoievski cuando dijo con gran acierto y contundencia lógica que: “si Dios no existe, todo está permitido”. Así, pues, debemos reiterar que si Dios existe se vuelve obvio comprender de dónde surge la moral, pero si no existe con mayor razón ¡la moral es un milagro! El evolucionista se encuentra ante la encrucijada de negar a Dios y los milagros, sólo para terminar haciendo de la innegable moralidad humana un milagro inexplicable en términos evolucionistas.
Por otra parte, la moralidad no se rige por la conveniencia ni el interés propio en primera instancia. Dicho de otro modo, los seres humanos estamos continuamente impulsados a pensar en términos de lo que es bueno y lo que es malo, no porque nos agrade o desagrade o nos brinde o no beneficios inmediatos ꟷa diferencia de los animales, para los cuales lo bueno es “lo que me gusta” y lo malo “lo que no me gusta”ꟷ, sino porque existe un bien que debemos honrar aunque no nos agrade ni beneficie de manera inmediata y un mal que debemos evitar y combatir así eventualmente nos agrade y nos reporte algún tipo de placer o engañoso beneficio inmediato. La reflexión sobre el bien y el mal es, pues, algo muy razonable e ineludible para todo ser humano. Tanto así que, sin perjuicio de las diferencias culturales, situacionales o personales al respecto, existe un consenso entre todos los pueblos a lo largo de la historia sobre la maldad y la bondad de un buen número de acciones humanas. Los desacuerdos al respecto surgen, más que de la cultura, de la situación o del punto de vista personal, de nuestra resistencia a apelar a una autoridad superior a la humana para dirimir las diferencias y ante la cual tendríamos todos que dar cuenta sin excepción. Porque si bien es cierto que la moralidad tiene un amplio sustento racional compartido por todos los hombres, también lo es que nuestra condición caída le imprime un sesgo a nuestra razón que la ofusca y nos lleva a razonar mal y a terminar justificando lo que no puede ni debería justificarse si razonáramos siempre de manera correcta. Por esta causa, es necesario acudir de nuevo a Dios, de modo que sea siempre Él Quien tiene la última palabra al respecto, pues: “¿Cómo puede el joven llevar una vida íntegra? Viviendo conforme a tu palabra… no dejes que me desvíe de tus mandamientos” (Salmo 119:9-17).
En último término, el carácter universal de la moralidad es una prueba de que la misericordia de Dios no niega las bendiciones más básicas ni siquiera a quienes se oponen a Él y están muy lejos de merecerlas, pues la moralidad es, ciertamente, una bendición de la que la humanidad entera en principio participa. Incluso quienes utilizan estos dones y bendiciones en contra Suya para desvirtuarlo y negar su existencia, o los pervierten, como lo hacen los ateos que promueven alguna forma de moralidad al margen y sin relación con Dios. Y es que, a su pesar y así se resistan a reconocerlo, las luces intelectuales por las que somos capaces de razonar, de tener conciencia del bien y del mal, y de desarrollar la ciencia y la cultura, proceden de Dios en la persona del Verbo que se encarnó como hombre en Cristo, pues: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla…Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (Juan 1:4, 9). El Verbo es, pues, la luz de la humanidad en general y de cada ser humano en particular y sin excepción, creyentes y no creyentes, justos o injustos por igual, al margen de grados. Es en conexión con esto que la teología cristiana habla de la “gracia común” como aquella gracia divina que abarca a todos sin excepción y que tendemos a menospreciar e ignorar al darla por sentada, como si nos la mereciéramos, pero que en realidad debemos a un Dios generoso que: “… hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).
Además, la moralidad es algo afirmado y defendido desde tiempos antiguos, con independencia de la Biblia, por los mismos filósofos griegos de los que la tradición secular occidental también se alimenta. Descontando a los presocráticos que no se ocuparon mucho de ella ni para afirmarla o negarla expresamente, a partir de los pitagóricos y los filósofos clásicos como Sócrates, Platón y Aristóteles la moralidad se dio por sentada, y así lo hicieron las escuelas filosóficas posteriores, de carácter marcadamente moralista, como los estoicos, los epicúreos, los ecléticos e incluso los cínicos. Las únicas escuelas filosóficas griegas en contravía con esta tendencia generalizada fueron los escépticos y los sofistas de dudosa reputación. Del mismo modo, las legislaciones o el derecho positivo de todos los pueblos trabajan en mayor o menor grado sobre el carácter universal de la moralidad, en lo que en la tradición jurídica romana, a través del estoicismo, llamó el ius naturale o ius gentium (derecho natural o de gentes), también designado de manera un poco más imprecisa como “ley natural”. Y, por supuesto esta realidad también guarda relación con lo que Kant más adelante designó como el “imperativo categórico”, de alcance universal.
Pero en el cristianismo la moralidad desempeña un papel de mayor alcance que en el pensamiento secular, pues no pretende únicamente hacernos conscientes del bien y del mal, impulsándonos a hacer el bien y a combatir el mal, tanto fuera como dentro de nosotros mismos, sino que la conciencia moral tiene como finalidad ser esa luz divina en el interior de todo ser humano que, con sus juicios, busca conducirnos arrepentidos a Cristo. Porque en el evangelio la conciencia moral cumple el papel de iluminarnos e indicarnos en donde estamos parados, ya sea que nos encontremos en los linderos seguros de lo que es bueno, justo y correcto o que hayamos traspasado la cerca que separa este espacio de lo que es malo, injusto e incorrecto y nos expone a todo tipo de indeseables y dolorosas consecuencias. Y debido a que, si somos honestos, los juicios de nuestra conciencia moral ─en la medida en que la mantengamos en condición funcional sometiéndonos con honestidad a ella─ nos acusan una y muchas veces de haber traspasado estos linderos en algún grado, la conciencia cumple el papel de hacernos saber que en último término somos pecadores culpables que necesitan redención y perdón. Algo que debemos agradecer, por doloroso que pueda ser, pues: “… todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto. En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios»” (Juan 3:20-21).
El poeta latino Ovidio confesaba ya con gran honestidad y sensibilidad: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”, para evocar el drama propio de nuestra conciencia moral. Drama que consiste en que, en las actuales circunstancias, el ser humano se encuentra dividido y desgarrado entre su conciencia moral que le permite en principio identificar y aprobar lo que es mejor, ꟷes decir, su deberꟷ, y su voluntad caída que, en contra del veredicto de su conciencia, sigue no obstante lo peor, ꟷes decir, su desordenado deseoꟷ. Esta es la esclavitud del pecado que afecta a todo ser humano al margen de Cristo, de la que habla el apóstol Pablo con tanta claridad y precisión: “Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual. Pero yo soy meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo, sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que descubro esta ley: que, cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?” (Romanos 7:14-25).
Descripción que se aplica de manera trágica y evidente a la vida de todo ser humano que se evalúe a sí mismo de manera honesta y desprejuiciada, de donde la libertad de la que el género humano cree disfrutar es una libertad aparente y engañosa, pues aunque, por causa de nuestra conciencia moral sabemos, en el mejor de los casos, lo que debemos hacer, finalmente no hacemos lo que debemos, sino lo que queremos hacer, para nuestro propio perjuicio. Dicho de otro modo, todas nuestras elecciones supuestamente libres implican en alguna medida la derrota de nuestra conciencia en favor de nuestra esclavizada voluntad. En otras palabras, en los seres humanos el deber y el deseo difieren entre sí al punto de hallarse enfrentados de manera frecuente. Y en este enfrentamiento el que suele triunfar es el deseo de manera autodestructiva, corroborando así la esclavitud del pecado en que nuestra voluntad se encuentra.
La causa teológica o, si se quiere, la razón histórica de este estado de cosas es que al desobedecer a Dios el ser humano ꟷrepresentado por nuestros primeros padres, Adán y Evaꟷ obtuvo conciencia directa del bien y el mal, pero al costo de cometer e introducir el mal en el mundo, adquiriendo de paso una inveterada inclinación hacia la desobediencia y el mal consecuente que nos ha generado todo tipo de dolores y sufrimiento desde entonces y a lo largo de la historia. La pérdida de la inocencia y el alejamiento creciente de Dios han demostrado ser costos demasiado altos para obtener el conocimiento del bien y del mal por nuestros propios medios. La serpiente no mintió en cuanto a la posibilidad de alcanzar el conocimiento del bien y del mal, pero sí lo hizo de manera malintencionada y perversa en cuanto al elevado costo y las nefastas consecuencias que tendríamos que pagar por ello, consumando el engaño al que terminamos cediendo como corderos que van dócilmente al degolladero: “Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal. La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. Luego le dio a su esposo, y también él comió” (Génesis 3:5-6). He aquí la tragedia suprema de la humanidad.
Ahora bien, la experiencia es, sin duda, algo valioso de lo que podemos obtener conocimiento y aprender lecciones difíciles de alcanzar de otro modo, pero no todo hay que aprenderlo por experiencia, sino que podemos aprender también por instrucción. Ese es el caso en relación con el conocimiento del bien y del mal, pues lo vivido por nuestros primeros padres demuestra que el aprendizaje del bien y del mal experimentando el mal no compensa la inocencia perdida, que es el costo que se paga por adquirirlo de este modo. Adicionalmente, en relación con el bien y en particular con el mal, muchas experiencias no son gratas ni deseables, sino dolorosas y vergonzosas, con efectos en muchos casos irreversibles, por lo que, el problema no es el conocimiento del bien y del mal o la conciencia moral, sino el camino que escogemos para aprender al respecto. A partir de la decisión tomada por nuestros primeros padres de acceder al “árbol del conocimiento del bien y del mal” por experiencia propia y con independencia y en oposición a la instrucción divina, los seres humanos estamos lejos de seguir dócilmente los dictados de nuestra conciencia moral, sino que lo que con frecuencia se impone sobre nuestra voluntad son los deseos, las emociones y los sentimientos desordenados, caprichosos y egoístas de lo que la Biblia llama “la carne” y no las razones sensatas de nuestra conciencia moral, que se ve así violentada y corrompida volviéndose poco a poco inoperante para cumplir su cometido de guiar nuestra conducta dentro de los lineamientos de la verdad y la justicia, a no ser que suceda algo drástico que nos sacuda de este estado de autocomplacencia.
Es por todo lo anterior que, en lo que tiene que ver con el problema del mal y nuestra participación personal en él, nadie puede arrojar la primera piedra. Esta expresión: “arrojar la primera piedra” está conectada con el papel más inmediato que la conciencia moral está llamada a cumplir en el marco del evangelio, ilustrado de manera muy vívida y dramática en el conocido episodio del evangelio de Juan que se refiere a una mujer sorprendida en el mismo acto de adulterio y que fue traída ante el Señor Jesucristo para ponerlo a prueba, ya sea para llevarlo a condenarla, en vista de que la Ley ordenaba ejecutar a los adúlteros mediante lapidación o apedreamiento; o a absolverla sin más en contra de lo que Ley ordenaba. Pero ante el acoso de los acusadores, el Señor finalmente respondió: “─Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8:7), suscitando la siguiente reacción: “Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio” (Juan 8:9 RVR), pues la conciencia es la que confirma que, en últimas: “… todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). A partir de la caída, la moralidad tiene, entonces, el propósito de conducirnos a Dios en la persona de Cristo para alcanzar en Él el perdón y el indulto divinos, pues: “De hecho, Cristo es el fin de la ley, para que todo el que cree reciba la justicia” (Romanos 10:4).
Es por eso que, a despecho de quienes, al no poder negar la moralidad, quieren entonces desligarla de Dios rompiendo toda relación de causa con Él; los hechos puros y duros demuestran que la moral que no se fundamenta en Dios, sino a lo sumo en la mera razón humana, nunca tendrá la autoridad universal que tienen los mandamientos divinos revelados en Su Palabra. En consecuencia, la diferencia entre un moralista secular y un cristiano es que los moralistas siguen sin pensarlo las buenas costumbres, mientras que los cristianos reflexionan y se comportan según su renovada conciencia, sin apelar a la justificación típica de los moralistas en el sentido de que, al fin y al cabo: “todos lo hacen”. En este sentido tenía razón quien dijo que “la moral es la conciencia de los que no tienen conciencia”. Ésta es la misma diferencia que existe entre la moral y la ética. La moral es lo que es. La ética lo que debería ser. Los no creyentes actúan por la moral social. Los creyentes por la ética de conciencia. Es debido a ello que el cristiano debe estar siempre dispuesto a ir en contra de la corriente de las mayorías cuando así se requiera, alineándose con Dios, aunque deba hacerlo eventualmente en solitario, siguiendo los dictados de su conciencia moral, pues siempre será preferible, bajo toda circunstancia, contar con la aprobación de Dios y su conciencia que con la de los hombres en general, combatiendo de este modo la nefasta masificación que actúa bajo la equivocada creencia de que: “la voz del pueblo es la voz de Dios”. Por eso Dios nos exhorta a que: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).
[1]Ver conferencias “¿Un universo eterno?” y “¿Por diseño o por azar?”
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