El existencialismo moderno diagnosticó la condición humana identificando a la angustia como la compañera inseparable de nuestra misma existencia en lo que designó desde entonces como “angustia existencial”. Una angustia sorda que se encuentra siempre en el trasfondo de todo lo que hacemos sin que la notemos en medio del ruido y el frenesí de las actividades humanas, los afanes y las urgencias del día a día, o de la frivolidad superficial, mundana y exitista en que muchos se acostumbran a vivir, pero que emerge y se deja oír y sentir con inusitada fuerza en nuestros momentos de quietud, de silencio y de soledad introspectiva cuando nos preguntamos por el significado y el sentido de nuestras vidas. Una angustia a la que el teólogo Paul Tillich se refería también como la “congoja humana”. A ella se unen eventualmente las angustias más concretas y particulares que los problemas pueden generarnos cuando amenazan o logran sobrepasar nuestra capacidad de resistencia y nuestra habilidad para lidiar con ellos de forma exitosa. Una angustia que no es ajena a los creyentes, como se deja ver en la oración que el rey David dirigía a Dios de manera repetida en estos términos: “Ten piedad de mí, Señor, porque desfallezco; sáname, Señor, porque mis huesos están en agonía. Muy angustiada está mi alma; ¿hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?” (Salmo 6:2-3), encontrando esperanza en medio de ella en el hecho de que: “En mi angustia invoqué al Señor; clamé a mi Dios por ayuda. Él me escuchó desde su Templo; ¡mi clamor llegó a sus oídos!” (Salmo 18:6)
¿Hasta cuándo, Señor?
"La angustia es una emoción humana que no distingue entre creyentes y no creyentes pero que en el caso del creyente puede encontrar alivio en Dios”
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