El cumplimento del deber es imperativo al margen de las actitudes que puedan acompañarlo, ya sea para reforzar la voluntad de hacerlo, o para inclinarla a desistir de ello. Un soldado en combate puede sentir miedo sin llegar por ello a ser un cobarde si, a pesar de todo, cumple con su deber en medio de la batalla. En este orden de ideas hacer lo correcto a pesar de que no esté acompañado de las actitudes correspondientes es siempre mejor a no hacerlo. Eso es lo que Pablo tenía en mente cuando dijo respecto de sí mismo: “Sin embargo, cuando predico acerca de las buenas noticias, no tengo de qué enorgullecerme, ya que estoy bajo la obligación de hacerlo. ¡Ay de mí si no predico las buenas noticias! En efecto, si lo hiciera por mi propia voluntad, tendría recompensa; pero si lo hago por obligación, no hago más que cumplir la tarea que se me ha encomendado” (1 Corintios 9:16-17), y lo aplicó a otros que predicaban el evangelio con actitudes incorrectas: “Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad… por ambición personal y no por motivos puros… ¿Qué importa? Al fin y al cabo, y sea como sea, con motivos falsos o con sinceridad, se predica a Cristo. Por eso me alegro…” (Filipenses 1:15-18). Sin embargo, debemos procurar alinear nuestras actitudes con el cumplimiento del deber y hacerlo con alegría: “porque Dios ama al que da con alegría” (2 Corintios 9:7), como lo hizo David y el pueblo de Israel: “El pueblo estaba muy contento de poder dar voluntariamente sus ofrendas al Señor; también el rey David se sentía muy feliz” (1 Crónicas 29:9)
Hacerlo con alegría
“Dar de manera desinteresada siempre será meritorio y agradable a Dios, pero hacerlo, además, con alegría es el broche de oro cuando lo hacemos”
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