La alegría como fruto del Espíritu que debe caracterizar al creyente y que llevó al apóstol a declarar enfáticamente: “Alégrense siempre en el Señor. Insisto: ¡Alégrense!” (Filipenses 4:4), se expresa de forma muy concreta en el espíritu festivo que acompaña las fiestas que Dios promueve y establece desde el Antiguo Testamento, tales como la fiesta de las semanas o Pentecostés, la Pascua y la fiesta de las enramadas o las cabañas, que lejos de fomentar el desenfreno hedonista y desbordado propio del carnaval del mundo con sus engañosas risas, excesos, laxitudes y relajamientos; está llamado a ser un estímulo a la santidad y a producir tal entusiasmo y tal celo por la causa de Dios que nos lleven de manera natural y espontánea a derribar y expulsar de nuestros corazones todo lo que Dios desaprueba y le desagrada en nuestra conducta, como lo hizo el pueblo en general luego de la celebración de la Pascua emprendida por el rey Ezequías, renovando su celebración, según parece, luego de un largo periodo de no haberla llevado a cabo, como podemos leerlo: “Cuando terminó la fiesta, todos los israelitas que estaban allí recorrieron las ciudades de Judá para derribar las piedras sagradas y las imágenes de la diosa Aserá. También derribaron por completo los altares paganos en las colinas y los demás altares que había en los territorios de Judá, Benjamín, Efraín y Manasés. Después de eso, todos ellos regresaron a sus ciudades, cada uno a su propiedad” (2 Crónicas 31:1), actitud, entonces, que debe caracterizar también las celebraciones de la iglesia de cada primer día de la semana
El estímulo de las fiestas
“Los tiempos festivos son bendiciones que deben ser fuente de entusiasmo renovado para hacer lo correcto y no tiempos de relajamiento y laxitud”
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