El “poeta maldito” Paul Verlaine confesaba: “La independencia siempre fue mi deseo, la dependencia siempre fue mi destino”. Y es que la libertad suele confundirse equivocadamente con la independencia. De ahí que nuestros legítimos anhelos de libertad degeneren fácilmente en delirios de independencia absoluta. Porque en criaturas finitas como nosotros la independencia no deja de ser más que una ingenua y peligrosa ilusión. No por nada el teólogo alemán Friedrich Schleiermacher sostenía que lo más característico de la condición humana era lo que él llamó el “sentimiento de absoluta dependencia”. En efecto, todo ser humano realista y honesto se sabe dependiente, ya sea de su entorno social y natural inmediato o, en última instancia, de Dios. La experiencia nos aterriza pronto en la realidad de que no podemos pretender alcanzar una independencia en la cual todo dependa únicamente de nuestros esfuerzos o deseos personales y nada más. De hecho, la Biblia relaciona con precisión ciertos aspectos puntuales y evidentes de la vida humana que escapan a nuestra voluntad y en los cuales dependemos en buena medida de variables que están más allá de nuestro control, tales como el éxito en los proyectos que emprendemos y el bienestar al que aspiramos. Porque en último término dependemos de Dios en todo, como lo reconoció el salmista: “Tú, Soberano Señor, has sido mi esperanza; en ti he confiado desde mi juventud. Desde el vientre de mi madre dependo de ti; desde el seno materno me has sostenido. ¡Por siempre te alabaré!” (Salmo 71:5-6)
Desde el vientre dependo de Ti
"Nuestra dependencia de Dios se manifiesta desde que nacemos a pesar de que nos neguemos, nos resistamos o nos tardemos en aceptarlo y reconocerlo”
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