Es bien conocido el refrán que dice que “nadie sabe lo que tiene, hasta que lo pierde”. En efecto, a veces damos por sentadas las cosas de las que disfrutamos a tal punto que nos acostumbramos a ellas y ya ni pensamos en ellas ni mucho menos las agradecemos, sin ser conscientes de que no tendrían que ser así, sino que muy bien podrían ser de otro modo menos favorable o claramente desfavorable a nosotros, cayendo de este modo en una ilusión de permanencia bajo la cual perdemos la capacidad de contrastar las cosas e imaginar cómo se sentirían y vivirían vistas desde el otro lado de la cerca. Esa fue la lección que Dios quiso transmitir a Su pueblo cuando cambio de parecer y los libró de caer derrotados en manos del faraón Sisac de Egipto con toda la mortandad que esto hubiera traído sobre ellos, debido a que el pueblo se humilló y reconoció que con su conducta se había hecho merecedor de este juicio: “Cuando el Señor vio que se habían humillado, habló nuevamente a Semaías y le dijo: «Puesto que han mostrado humildad, ya no voy a destruirlos; dentro de poco tiempo los libraré. No voy a permitir que Sisac ejecute mi castigo sobre Jerusalén…”. Sin embargo, mantuvo sobre ellos una medida disciplinaria dirigida a que el pueblo valorara lo que tenía con él y que llegó a dar por sentado:“… aunque sí dejaré que los someta a su dominio, para que aprendan la diferencia que hay entre servirme a mí y servir a los reyes de otros países»” (2 Crónicas 12:7-8), de modo que aprendieran a valorarlo y agradecerlo y a hacer lo que debían para poder conservarlo
Desde afuera de la cerca
“En ocasiones únicamente valoramos las bendiciones que Dios nos otorga cuando somos despojados de ellas y debemos verlas desde afuera de la cerca”
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