La envidia puede llegar a ser uno de los pecados más odiosos y censurables en la medida en que por lo general se trata de ocultar de forma hipócrita y puede terminar entonces dando lugar a animosidades veladas y encubiertas enmascaradas con actitudes falsas de admiración, adulación e incluso servilismo hacia la persona envidiada, que no es consciente de la envidia que le profesan algunos de quienes lo rodean de forma más estrecha y cercana. Las monarquías eran especialmente susceptibles a estas situaciones, pues la amplitud de la corte y los numerosos cortesanos de todo tipo requeridos para su funcionamiento podía ser un ambiente muy propicio para incubar este tipo de sentimientos rastreros hacia el rey entre algunos de ellos. En este orden de ideas un envidioso podía llegar a convertirse en un traidor en potencia, como los describe bien el rey David en su momento refiriéndose a sí mismo en tercera persona: “Solo quieren derribarlo de su lugar de honor. Se complacen en la mentira: bendicen con la boca, pero maldicen con el corazón” (Salmo 62:4). Bendecir con la boca exteriormente, pero maldecir con el corazón interiormente con evidente doblez es, pues, una de las actitudes más censurables y temidas, pues lo más probable es que quien así actúa no tenga reparo para clavarnos el puñal por la espalda en cuanto tenga oportunidad. Razón de más para combatir la envidia en nuestro propio corazón y no alimentarla ni dejarla tomar el vuelo que pueda conducirnos también a nosotros a bendecir con la boca mientras maldecimos con el corazón
Bendicen con la boca, maldicen con el corazón
"Las artimañas más insidiosas y temidas son las de quienes nos adulan y bendicen de labios para afuera al tiempo que nos maldicen en su interior”
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