Es cierto que en último término los cristianos no tenemos nuestra esperanza puesta en este mundo y que, por lo mismo, no albergamos especiales ni ingenuas ilusiones sobre lo que podemos esperar de él, aún en sus mejores versiones. Sin embargo, así como el cristianismo no es una religión que idealiza o diviniza al mundo o a aspectos del mundo en particular, como las primitivas religiones de la naturaleza con su panteísmo o animismo característicos que, en la óptica cristiana, no son más que diferentes formas de idolatría; así tampoco es una religión escapista como las religiones ancestrales del Lejano Oriente que favorecen la huida del ser humano hacia su propia interioridad. El cristianismo es, por el contrario, una religión comprometida con la historia humana y su favorable transformación, que a pesar de reconocer que todas nuestras iniciativas por hacer de este un mundo mejor son siempre de limitado alcance, considera lo logrado al respecto como un justo tributo de adoración al Dios que creó en el principio un mundo bueno que la humanidad de la que formamos parte ha estropeado. Por lo demás, mientras nos esforzamos en esta dirección, nunca perdemos de vista nuestra verdadera patria, anhelándola y dirigiéndonos a ella como los grandes héroes de la fe de la Biblia, de quienes se dice que: “Todos ellos vivieron por la fe, y murieron sin haber recibido las cosas prometidas; más bien, las reconocieron a lo lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra… Antes bien, anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial…” (Hebreos 11:13-16)
Anhelaban una patria mejor
“Aunque seamos peregrinos y extranjeros en el mundo, debemos amar y trabajar por el bienestar de nuestra patria terrenal”
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