Como ya se ha señalado, tanto la vieja escuela filosófica de los griegos conocida como los epicúreos, con quienes el apóstol Pablo, por cierto, debatió en Atenas, según nos lo informa el capítulo 17 del libro de los Hechos de los Apóstoles; como el budismo del Lejano Oriente consideran que los deseos son la fuente de la infelicidad y de todos los problemas humanos. Por eso los epicúreos promulgaban la llamada ataraxia o imperturbabilidad, que consistiría en la renuncia a los deseos para alcanzar así la aponía o ausencia de dolor, meta también perseguida por el budismo a todo lo largo de su historia hasta el día de hoy. Pero debemos reiterar ahora una vez más que en la perspectiva bíblica los deseos no son malos por sí mismos, sino únicamente los deseos malos y pecaminosos que el Nuevo Testamento designa con la palabra griega epithumia, traducida en las versiones antiguas de la Biblia en español como “concupiscencia” y en las modernas simplemente como deseos malos, pecaminosos o perversos. Todos los deseos que no encajen en esta descripción son, pues, legítimos en la Biblia y Dios no se desentiende de ellos, por lo que hacer de ellos objeto de nuestras oraciones de petición no es algo censurable ni mucho menos. Sobre todo, teniendo en cuenta la manera en que David se dirige a Dios en los salmos para agradecer Su favor por todas las bendiciones que le había concedido, con estas inequívocas palabras refiriéndose a sí mismo en tercera persona: “Le has concedido lo que su corazón desea; no le has negado lo que sus labios piden” (Salmo 21:2)
Lo que su corazón desea
"No son los deseos por sí mismos, como algunos lo piensan, la fuente de nuestros problemas y la causa de nuestros dolores, sino los malos deseos”
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