Hasta que esta vida muera, no se goza estando vivo
El primero y el principal de los derechos humanos consagrados en la legislación de los países cobijados bajo la sombra de la llamada “civilización occidental” es el derecho a la vida. Por supuesto, se refiere este derecho, de manera inmediata e invariable, a la vida biológica, ligada a la materialidad física, química, anatómica y fisiológicamente funcional de los seres humanos, compartida, guardadas las obvias proporciones, con los demás seres vivos de la Tierra, desde el más pequeño organismo unicelular hasta toda la gama de seres más complejos que constituyen la variedad de seres vivos de los que da cuenta la zoología y la botánica. Pero en la Biblia y en la experiencia cristiana “vida” no es una noción unívoca, es decir, con un solo significado. Ahora bien, es un hecho que, en cualquier forma en que la entendamos, la vida procede de Dios, el “autor de la vida”, y que ésta en particular es otra de las características asociadas en una relación de causa y efecto con el Verbo de Dios encarnado en Jesucristo, puesto que, cómo nos lo revela Juan: “En él estaba la vida…” (Juan 1:4), reiterado luego por el propio Cristo al declarar: “Yo soy… la vida” (Juan 14:6). Es precisamente esta identificación del Verbo con la vida la que nos remite a uno de las expresiones bíblicas más representativas para referirse a Dios con el fin de distinguirlo de los ídolos o dioses falsos: “Dios vivo” o “Dios viviente” (Jeremías 10:10; 1 Tesalonicenses 1:9).
Pero, continuando con los diversos sentidos que adquiere la noción de “vida” en el contexto del cristianismo bíblico, en el griego existen dos vocablos diferentes para referirse a la vida: “bíos” y “zoé”. El primero se refiere usualmente a la vida en este mundo y los medios naturales físicos o materiales que la sostienen y hacen posible. El segundo se refiere a la vida ostentada por Dios sin dependencia alguna de elementos ni bienes materiales para sostenerla, sino más bien como la fuente o el principio vital del que deriva su vida de un modo u otro todo ser viviente. Todo esto hace más paradójico y conmovedor lo sucedido en la cruz del Calvario con Cristo, el Verbo encarnado, pues en las inspiradas palabras del apóstol Pedro lo llevado a cabo allí por los hombres fue algo terrible e inimaginable, el epítome de la maldad humana: “Mataron al autor de la vida…” (Hechos 3:15). El Verbo es, pues, el autor de la vida, de donde la zoé de Dios es la vida plena por excelencia de la cual bíos es tan sólo una aproximación. Y el Verbo es la expresión acabada de esta vida.
Así, pues, la vida espiritual que Dios ostenta con independencia de elementos materiales, como si sucede con nosotros, cuyas vidas dependen del buen funcionamiento de estos elementos; es la única verdadera vida. Y en este orden de ideas participar del zoé revelado en el Verbo debería ser, pues, el propósito de todos los seres biológicamente vivos, o por lo menos de nosotros, los seres humanos que somos la única forma de vida biológica que es claramente consciente de nosotros mismos y de los demás. De hecho, el pensamiento y el entendimiento son la forma más elevada que puede adquirir el bíos, porque es la forma de vida más aproximada -por semejanza y no necesariamente por cercanía- al zoé divino manifestado por el Verbo. Él es la vida pura de la que dimanan todas las demás formas de vida.
Es por eso que la noción bíblica de la “vida eterna” no debe entenderse poniendo el énfasis en el adjetivo “eterna”, sino en el sustantivo “vida”. Es decir que el carácter eterno de la Vida divina, si bien es inherente y, como tal, característico e inseparable de ella, no es sin embargo su rasgo más destacado y representativo, sino en cierto sentido, un valor agregado. Y es que el Verbo se nos presenta como zoé que opaca, por contraste, aun los aspectos más luminosos y deseables del bíos tal y como éste se manifiesta en la naturaleza y en el ser humano. Ante la vida del Verbo palidecen aun los aspectos más deslumbrantes de la vida natural. Es por todo ello que, muy al contrario de lo planteado por Nietzsche y buena parte del ateísmo moderno, la fe no suprime ni combate los mejores aspectos de la vida humana natural, sino que los depura y los sublima para llevarlos a alcanzar en su momento -ya no sólo por semejanza, sino por cercanía y participación en Él- la calidad de vida superior ostentada y ofrecida por el Verbo.
Es por todo lo anterior que lo que debe sobresalir en la expresión “vida eterna” no es el adjetivo “eterna”, sino la “vida” misma. Vida de una calidad abismalmente superior a los mejores momentos de la vida natural, porque es la vida del Verbo en Dios a la que se está refiriendo esta expresión. Tal vez por eso Cristo, el Verbo encarnado, se presentó también como “el pan de vida” (Juan 6:35, 48, 51) y como “la resurrección y la vida” (Juan 11:25-26) y describió su misión redentora para con los suyos diciendo: “… yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10:10), quedando destacada ya aquí en franco relieve la calidad de vida eminentemente superior evocada de manera implícita por la expresión “vida eterna”.
La referencia al Verbo como la vida por excelencia es reiterada por Juan en su primera epístola con estas palabras: “… esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida. Esta vida se manifestó. Nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella, y les anunciamos a ustedes la vida eterna que estaba con el Padre y que se nos ha manifestado” (1 Juan 1:1-2). El Verbo es vida. Jesucristo es vida. La vida es algo propio de Él y no algo donado a Él, como sucede con los demás seres vivos, al punto que es únicamente por referencia a Él que podemos definir en qué consiste verdaderamente la vida. Y el Verbo define la vida simple y llanamente porque Él es la vida. Por eso Juan es categórico también al declarar: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Juan 5:12), indicando con ello que, a pesar de que el hombre pueda disfrutar de la vida física determinada por los procesos biológicos comunes a todos los seres vivos, de poco le sirve si no está reconciliado con Dios por medio de Cristo, pues está muerto en este sentido particular y completamente “alejado de la vida que proviene de Dios” (Efesios 4:18).
Tal vez fue Teresa de Ávila quien expresó de la manera más lírica y exaltada el contraste entre la zoé propia del Verbo en Dios y la bíos de todos los demás seres vivos, por encima de la cual los seres humanos pueden, en virtud de la fe en Jesucristo, remontarse para alcanzar, antes de su pleno establecimiento en la segunda venida del Señor, la zoé que Dios nos ofrece gratuitamente en Cristo y en la que los creyentes, paradójicamente, comenzamos a participar ya más plenamente, justo en el momento de nuestra muerte a nuestra vida biológica en este mundo.Teresa de Ávila tenía esto en mente cuando escribió su famoso poema Vivo sin vivir en mí que vale la pena reproducir aquí como cierre:
Vivo sin vivir en mí/y tan alta vida espero/que muero porque no muero./Vivo ya fuera de mí/después que muero de amor;/porque vivo en el Señor,/que me quiso para sí;/cuando el corazón le di/puse en él este letrero:/que muero porque no muero./Esta divina prisión/del amor con que yo vivo/ha hecho a Dios mi cautivo,/y libre mi corazón;/y causa en mí tal pasión/ver a Dios mi prisionero,/que muero porque no muero./¡Ay, qué larga es esta vida!/¡Qué duros estos destierros,/esta cárcel, estos hierros/en que el alma está metida!/Sólo esperar la salida/me causa dolor tan fiero,/que muero porque no muero./¡Ay, qué vida tan amarga/do no se goza el Señor!/Porque si es dulce el amor,/no lo es la esperanza larga./Quíteme Dios esta carga,/más pesada que el acero,/que muero porque no muero./Sólo con la confianza/vivo de que he de morir,/porque muriendo, el vivir/me asegura mi esperanza./Muerte do el vivir se alcanza,/no te tardes, que te espero,/que muero porque no muero./Mira que el amor es fuerte,/vida, no me seas molesta;/mira que sólo te resta,/ para ganarte, perderte./Venga ya la dulce muerte,/venga el morir muy ligero,/que muero porque no muero./Aquella vida de arriba/es la vida verdadera;/ hasta que esta vida muera,/no se goza estando viva./Muerte, no me seas esquiva;/vivo muriendo primero,/que muero porque no muero./Vida, ¿qué puedo yo darle/a mi Dios, que vive en mí,/si no es el perderte a ti/para mejor a Él gozarle?/Quiero muriendo alcanzarle,/pues tanto a mi Amado quiero,/que muero porque no muero.
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