El mejor estímulo para una vida en santidad
Paradójicamente, al igual que el infierno ꟷaunque por causas diferentesꟷ, el cielo es también un tema que la defensa de la fe se ha visto obligado a abordar, pues es tan incomprendido por los creyentes o entendido de una forma tan superficial, infantil y pueril, que en realidad no parece atractivo para nadie, entre ellos una buena proporción de creyentes incluidos, perdiendo su potencial para estimularnos a una vida de santidad y compromiso apasionado con la causa de Dios, a la espera de poder llegar a disfrutar de él, anhelándolo y preparándonos diligente y disciplinadamente en el curso de toda nuestra vida actual para asegurarnos de pasar nuestra eternidad en él. No me ocuparé en esta conferencia de las imágenes y la manera en que las demás religiones de la historia conciben el cielo, entendido como el destino eterno de los seres humanos justos, como quiera que cada una de ellas entienda esta condición de “justos”; sino que me concentraré en las imágenes populares alrededor de él asociadas al cristianismo, muchas de las cuales necesitan serias correcciones. Lo único que diré al respecto es que todas las religiones de la historia coinciden en formular la existencia de un lugar de dicha eterna, más allá de esta vida, desde los tiempos ancestrales de la prehistoria, como consta en las pinturas rupestres de muchos pueblos primitivos, algo que no deja de ser curioso e inquietante, por decir lo menos.
Existen dos errores fundamentales de muchos creyentes al concebir el cielo que juegan en contra de hacer de él el estímulo que debería ser, para el creciente compromiso actual con una vida cristiana que agrade a Dios. El primero es interpretarlo de la manera literal que la palabra en sí misma evoca, como un lugar en el espacio meramente, sin relación alguna con la tierra en la que nos encontramos. Por cierto, en este sentido la Biblia no habla del cielo, en singular, sino de los cielos, en plural, distinción que cobra gran importancia para comenzar a entender esta noción teológica. Así, pues, en su sentido literal la Biblia muestra, ciertamente, coincidencias significativas con lo que la ciencia entiende hoy cuando piensa en el cielo en su sentido físico o material, pero al mismo tiempo, estimula en los creyentes el examen y la comprensión ilustrada de lo que la teología cristiana designa como “cielo”, apoyada igualmente en la revelación bíblica.
En efecto, al referirse al cielo la teología distingue tres diferentes posibilidades en la Biblia, las dos primeras de ellas afines con lo que la ciencia entiende como tal: el primer cielo, que no sería más que la atmósfera terrestre con su particular y hermoso color azul, debido a la difracción que ésta lleva a cabo de la luz solar para poder iluminar de manera uniforme toda la bóveda celeste en lo que designamos como “día”, por contraste con la noche, indicando así las horas en que el sol y su luz se perciben a simple vista y de manera directa. Encontramos luego el segundo cielo, que designa los espacios siderales insondables del universo observados e investigados por astrónomos y astrofísicos desde una perspectiva científica y también por los astrólogos desde una perspectiva mágica y supersticiosa condenada en la Biblia.
Y por último tenemos el tercer cielo, que no sería otro que la morada de Dios, que no se puede ubicar geográfica o espacialmente en ningún lugar particular del universo, sino en un plano de existencia diferente y, si se quiere, paralelo al que nosotros nos encontramos y, según parece, superpuesto y en conexión con él y con el cual eventualmente, cuando Dios así lo dispone o lo permite, entraría en contacto. Valga decir que Pablo identificó este “tercer cielo” con el paraíso de Dios cuando dijo hablando, probablemente, de sí mismo en tercera persona, lo siguiente: “Me veo obligado a jactarme, aunque nada se gane con ello. Paso a referirme a las visiones y revelaciones del Señor. Conozco a un seguidor de Cristo que hace catorce años fue llevado al tercer cielo (no sé si en el cuerpo o fuera del cuerpo; Dios lo sabe). Y sé que este hombre (no sé si en el cuerpo o aparte del cuerpo; Dios lo sabe) fue llevado al paraíso y escuchó cosas indecibles que a los humanos no se nos permite expresar” (2 Corintios 12:1-4).
Si bien estos son los tres sentidos más literales a los que la Biblia recurre para definir el cielo, el que nos interesa de ellos en esta conferencia es su tercer sentido, es decir, el tercer cielo del cual nos habló Pablo, que es el concepto que nos introduce en el cielo en su sentido estrictamente teológico, sin relación alguna con el primero y el segundo cielo físicos, a no ser más que para establecer asociaciones gráficas en nuestra mente, debido al carácter insondable que aún para la ciencia tiene el espacio sideral en lo que suele designarse como “el universo conocido”, indicando y reconociendo con ello los muchos aspectos desconocidos y misteriosos que para la ciencia tiene nuestro universo. Además, este “tercer cielo” y todo lo que está llamado a evocar en nosotros, concierne a lo que la teología entiende más exactamente como el cielo o el “estado intermedio”, también llamado el cielo presente, porque es el lugar al cual van los creyentes en la actualidad, inmediatamente después de experimentar la muerte física.
Ahora bien, este cielo o “estado intermedio” es, ciertamente, un lugar maravilloso e incomparablemente superior a los más grandes momentos de dicha que podamos experimentar en este mundo ꟷy la Biblia tiene bastantes cosas que decir de élꟷ, pero es “intermedio” porque no es el destino eterno y definitivo de los creyentes, sino que, con todo y lo maravilloso que pueda ser, tiene carácter temporal, es decir que está limitado al lapso comprendido entre la muerte del creyente y la segunda venida de Cristo, que inaugurará el cielo en su sentido eterno y definitivo. Valga decir que cuando hablamos del infierno, también estamos hablando de un lugar temporal, pero no definitivo para los réprobos, pues el lugar definitivo para ellos es designado en el Apocalipsis como el “lago de fuego y azufre” al cual será arrojado en su momento el mismo Hades o Infierno: “la muerte y el infierno fueron arrojados al lago de fuego. Este lago de fuego es la muerte segunda” (Apocalipsis 20:14).
Dado que, por cuestión de espacio, esta conferencia está más enfocada en el cielo definitivo y eterno y no en el cielo presente e intermedio, me limitaré a señalar rápidamente algunas de sus características, según se deducen de la Biblia, sin referirme necesariamente a los pasajes en los que se apoyan estas conclusiones. Así, el cielo presente o intermedio, en el que muy seguramente se encuentran nuestros parientes creyentes ya fallecidos, es mucho mejor que nuestros mejores momentos en la tierra, pues Pablo, luego de haber tenido una experiencia mística única por la que fue trasladado a este cielo en el cual pudo ver y escuchar cosas que no pueden expresarse con nuestros limitados e insuficientes idiomas actuales, decía luego: “deseo partir y estar con Cristo, que es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23) ante la posibilidad y eventualidad de morir a la que todos los seres humanos estamos abocados.
Los creyentes tendremos allí también una memoria aguzada y una conciencia plena mucho más lúcida, vívida y precisa de quienes somos y de dónde provenimos ꟷrecordando con mucha mayor claridad todos los aspectos, vivencias y detalles de nuestra historia personal en la tierra, pero sin sentirnos ya agobiados, avergonzados ni culpables de todo lo malo que hayamos hechoꟷ y también de dónde y con quiénes nos encontraremos acompañados, así como una experiencia más intensa y exponencial de la alegría y el gozo terrenal al poder estar en la presencia inmediata y directa de Dios en la persona de Jesucristo. No se discute tampoco que quienes se encuentran en el cielo intermedio tienen un profundo interés en lo que sucede en la tierra, como lo tendría cualquier creyente comprometido que desea conocer el desenvolvimiento gradual del plan de Dios para la historia de la especie humana a la que pertenecemos, así como también el hecho de que poseen información precisa de lo que sucede aquí, pero no de manera directa, sino muy seguramente, mediada a través de Dios y sus ángeles.
Sin embargo, por luminoso, deseable, llamativo y atrayente que pueda ser este cuadro, el cielo definitivo y eterno es, a su vez, mucho mejor que el cielo intermedio por las siguientes razones. En primer lugar, debido a que la Biblia no se refiere a él como “el cielo” a secas, sino más exactamente como el “reino de los cielos”, expresión que es, por cierto, exclusiva del evangelio de Mateo y se utiliza 34 veces en él. Los otros evangelios prefieren referirse a él como el “reino de Dios”. Y al hablar del “reino de los cielos” o del “reino de Dios” la Biblia se refiere al reinado de Dios establecido en la tierra misma con la segunda venida de Cristo y la resurrección de todos los creyentes con cuerpos físicos y materiales, pero inmortales e incorruptibles, semejantes al de Cristo resucitado, para habitar en esta tierra, pero recreada, reestructurada y renovada por Dios en tal grado, que la Biblia se refiere a ella como una “nueva creación” (2 Corintios 5:17, Gálatas 6:15) y como “cielos nuevos y tierra nueva, en los que habita la justicia” (2 Pedro 3:10-13).
Por eso, aunque por lo pronto pensemos en el tercer cielo como situado en las alturas insondables, en realidad el cielo bíblico definitivo estará ubicado en la tierra. Una tierra renovada más allá de nuestros más excelsos e imaginativos sueños, a tal punto que acierta de lleno Randy Alcorn al hacer la siguiente afirmación ya citada también en relación con el infierno: “La tierra es un mundo… tocado por ambos el Cielo y el infierno. La tierra lleva directamente al Cielo o directamente al infierno. Lo mejor de la vida en la Tierra es un vistazo del Cielo; lo peor de la vida es un vistazo del infierno. Para los creyentes, esta vida presente es lo más cercano que estarán del infierno. Para los inconversos, es lo más cercano que estarán del cielo”. O del reino de Dios en la tierra, para ser más exactos. Un reino en el que, adicionalmente: “… Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir” (Apocalipsis 21:4). Esto explica también por que los salmos dicen de manera insistente: “los benditos del Señor heredarán la tierra… los justos heredarán la tierra, y por siempre vivirán en ella… él te exaltará para que heredes la tierra” (Salmo 37:22, 29, 34).
Una eternidad con cuerpos glorificados e incorruptibles en una tierra renovada en grado superlativo, viviendo en la presencia del propio Dios debería ser un estímulo suficiente para imaginar y anhelar el auténtico “reino de los cielos” y trabajar en la tierra actual para alcanzarlo, y contrarrestar y corregir de paso las ideas equivocadas que muchos tienen de él, como aquella imagen infantil del cielo como una existencia eterna flotando entre nubes y tocando el arpa o, peor aún, como lo señala John Eldredge: “Casi todos los creyentes con los que he hablado tienen una idea de que la eternidad es un servicio de iglesia sin fin… Nos hemos conformado con la imagen de los cánticos sin fin en el cielo, un gran himno después del otro, por siempre, amén. Y nos sentimos abatidos ¿Por siempre jamás? ¿Eso es todo? ¿Esas son las buenas nuevas? Y entonces suspiramos y nos sentimos culpables de que no somos ‘más espirituales’. Nos desalentamos y nos volvemos más al presente para encontrar lo que podamos de la vida”.
De hecho, David Lloyd George confiesa: “Cuando era niño, el pensamiento del Cielo solía asustarme más que el pensamiento del infierno. Yo me imaginaba al Cielo como un lugar donde el tiempo sería domingos eternos, con servicios eternos de los que no habría escapatoria”. Si a esto le añadimos la impresión que muchos servicios cristianos dominicales transmiten, a la que Mark Twain hizo alusión con su característico ingenio y humor mordaz en su obra El Diario de Adán y Eva diciendo: “Empiezo a comprender la razón de ser de la semana… es para descansar del aburrimiento del domingo”, tenemos el cuadro perfecto para una imagen poco deseable del reino de los cielos, concebido en el mejor de los casos como un lugar inevitablemente aburrido, cuando no atemorizante, como lo declara una creyente que nos dice que: “Cuando tenía siete años, una maestra en mi escuela dominical cristiana me dijo que cuando fuera al Cielo no reconocería a nadie o nada de la tierra”, como consecuencia de lo cual continúa diciendo que: “Yo tenía terror de morirme… Me ha resultado muy difícil avanzar en mi camino cristiano debido a ese temor del Cielo y de la vida eterna”.
Fiel a su concepción negativa del cielo, Mark Twain la plasmó en su obra Las aventuras de Huckleberry Finn al registrar el diálogo entre la solterona cristiana Señorita Watson y Huckleberry, al cual éste último se refirió así: “Ella me habló sobre el buen lugar. Ella dijo que todo lo que una persona tendría que hacer allí sería andar todo el día con un arpa y cantar por siempre jamás. Así que pensé que eso no era bueno… Le pregunté si ella estimaba que Tom Sawyer iría allí y ella me dijo que no, que no era ni remotamente posible. Yo me sentí contento en cuanto a eso, porque quería que él y yo estuviéramos juntos”. Hablando del “buen lugar”, una serie de televisión de comedia titulada justamente “The Good Place”, presenta la eternidad en el cielo como algo tan aburrido que al final se le da a las personas que en él se encuentran la oportunidad de terminar con esta existencia cuando han agotado todas las posibilidades que el cielo ofrece, que no serían tantas ni tan variadas como para justificar una eternidad dedicada a realizarlas. Un enfoque que considera que la inmortalidad sería, al final, más una maldición que una bendición (al mejor estilo de la conocida novela de Oscar Wilde, El Retrato de Dorian Gray), pues, como lo expresaba un miembro de una presunta especie inmortal de seres en un episodio de la serie Viaje a las estrellas: “Para nosotros, la enfermedad es la inmortalidad”, quejándose de ella debido a que “todo lo que podría ser dicho y hecho ya ha sido dicho y hecho y ahora sólo hay repetición y completo aburrimiento”.
La pobreza conceptual de estos planteamientos del cielo, o más exactamente ꟷrepetimosꟷ del reino de los cielos, radica en gran medida en el entendimiento defectuoso que tenemos de la expresión “vida eterna” asociada a él, como una de sus características y bendiciones más propias. Por eso, como lo dice Stephen M. Ashby: “No existe ni un solo versículo de la Escritura que afirme que los no creyentes tengan vida eterna. Por supuesto, los no creyentes existirán eternamente… [pero] La vida eterna no es propiamente una existencia perpetua; es la propia vida de Dios”. Es por eso que la Biblia afirma taxativamente en el Nuevo Testamento que la llamada “vida eterna” es una bendición exclusiva de los creyentes en Cristo. Sin embargo, si no se entiende bien esta expresión puede dar pie a confusiones y malentendidos al respecto, comenzando por quienes conciben la vida eterna únicamente en términos de su componente cronológico, pensando en ella como la mera prolongación indefinida de la vida humana en el tiempo, algo que en realidad es tan sólo su valor agregado, pero no su aspecto más fundamental.
Si así fuera, tendríamos que sostener que los incrédulos también disfrutarán de la vida eterna, puesto que la Biblia nos indica igualmente que ellos existirán por siempre en condenación eterna o perpetua. Es por eso que la vida eterna no se define en términos de la cantidad de años vividos, sino en términos de la calidad de la vida disfrutada. La vida eterna en el reino de los cielos establecido por Cristo en la tierra es, pues, una vida de una calidad incomparablemente superior a la actual, con el agregado de que se prolongará sin fin en el tiempo. No debemos confundirla, entonces, con una mera existencia sin fin en el cronos ꟷpalabra griega para referirse al tiempo en su carácter estrictamente cuantitativo, secuencial o cronológico, utilizado por la teología para referirse al tiempo humano, por contraste con el “tiempo” de Dios; que es un tiempo cualitativa, cabal e incomprensiblemente superior al nuestro y designado por ello con el término griego kairos, por oposición al cronosꟷ, sino que debemos entenderla como la vida auténtica de la cual la actual vida del no creyente es únicamente un pobre y patético remedo. Esta distinción justifica el hecho de que en el griego bíblico la palabra para referirse a esta vida sea zoe y no bios, la raíz que se encuentra detrás de todas las formas de vida biológica conocidas, incluyendo la humana. Así, pues, bíblicamente hablando el tiempo y la vida humanas son tan sólo cronos y bios respectivamente, mientras que los de Dios son kairos y zoe. Y la vida eterna es participación e introducción del cronos y bios humanos en el kairos y el zoe divinos.
Esto coloca las cosas en su justo lugar y proporción en relación con el reino de los cielos. De hecho, es atrevido tratar de abarcar en una conferencia de esta corta extensión, así no sea más que a vuelo de pájaro y en una perspectiva muy general, los aspectos e implicaciones maravillosos que el reino de los cielos tendrá para la vida de los creyentes. Por eso, para considerar con algo más de detalle, pero siempre de manera necesariamente insuficiente y tan sólo panorámicamente descriptiva estos aspectos, recomiendo la lectura del bíblicamente bien fundamentado libro El cielo de Randy Alcorn, en el que me he apoyado para la elaboración de esta conferencia que podría considerarse tan sólo un abrebocas de aquel y de su tratamiento más sistemático y abundante de esta doctrina fundamental del cristianismo. De cualquier modo, apoyado simultáneamente en su exposición más detallada y en los múltiples pasajes bíblicos en los que esta exposición se fundamenta, se puede afirmar lo siguiente en relación con el reino de los cielos y la privilegiada condición de los creyentes en él cuando se establezca en la tierra.
En primer lugar, el reino de los cielos involucra el hecho de que los creyentes gobernaremos con Cristo, desde la Tierra, este vasto, asombroso e insondable universo en el que nos encontramos y que la ciencia está muy lejos de acabar de explorar y descubrir todas las deslumbrantes posibilidades que ofrece, incluso en ésta, su versión caída y deteriorada, sujeta al desgaste o a lo que la ciencia llama “entropía” la segunda ley de la termodinámica. Ley que la revelación bíblica nos permite concluir que no operará en el universo recreado y renovado por Dios en su segunda venida para inaugurar el reino de los cielos en la tierra. El universo, comenzando, pues, por la tierra renovada, exhibirá condiciones paradisíacas y nuevas e inagotables posibilidades, al mejor estilo del Jardín del Edén original, pero no será propiamente un Jardín, sino todo un reino con ciudades esplendorosas ꟷdestacándose por encima de todas ellas la Nueva Jerusalén descrita simbólicamente en el libro de Apocalipsisꟷ en completa armonía con la naturaleza, desarrollos científicos y tecnológicos inimaginables pero siempre amigables con el entorno y sin relación con la industria bélica, que no existirá, pues ya no será necesaria, puesto que en ese entonces: “Dios mismo juzgará entre muchos pueblos, y administrará justicia a naciones poderosas y lejanas. Convertirán en azadones sus espadas, y en hoces sus lanzas. Ya no alzará su espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Miqueas 4:3).
En este orden de ideas el trabajo y las actividades humanas experimentarán una explosión exponencial de posibilidades y alternativas de desarrollo en las que podremos ocuparnos, siempre deleitosas, fructíferas y significativas ꟷcomo corresponde a las labores de gobierno sobre el universo que nos serán delegadasꟷ, especialmente adaptadas a nuestras capacidades e intereses diversos, y sin que el cansancio o el agotamiento las manche o eche a perder, puesto que el trabajo fue una bendición de Dios establecida antes de la caída, cuando Dios puso al ser humano en el Jardín del Edén para que “lo cultivara y lo cuidara” (Génesis 2:15) y el agotamiento, el cansancio y la eventual insatisfacción y frustración que ahora nos genera, no sólo en lo que tiene que ver con la remuneración económica que obtenemos por su intermedio, fue un producto de la caída, cuya sentencia divina incluye el hecho de que ahora, en las condiciones actuales de nuestra existencia: “… ¡maldita será la tierra por tu culpa! Con penosos trabajos comerás de ella todos los días de tu vida. La tierra te producirá cardos y espinas, y comerás hierbas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás»” (Génesis 3:17-19). Pero, por contraste y oposición, el reino de los cielos es descrito en la epístola a los Hebreos con especialidad, como el disfrute del “reposo de Dios”, por lo que el agotamiento y la insatisfacción con el trabajo, cualquiera que este sea, es una imposibilidad en este reino.
Otro aspecto muy importante del reino de los cielos es la red de ricas y variadas relaciones humanas que estableceremos en él en el contexto de una comunión y fraternidad pura, limpia, auténtica, sincera y absolutamente justa como la que caracterizará a la sociedad de entonces, entre miembros en pleno derecho y en plena responsabilidad de la gran familia de Dios, como lo seremos todos, dado que las relaciones son, finalmente, aquello que le da su sentido auténtico y mas trascendente a la vida humana y las que posibilitan el ejercicio del amor, descrito en la Biblia como el “vínculo perfecto”, con mayor razón por cuanto “Dios es amor” y el primero y principal mandamiento de la ley es amar a Dios con todo nuestro ser y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Entre todas estas relaciones, la principal y mas importante será la que todos y cada uno de nosotros sin excepción tendremos con Dios, experimentada ya de manera directa, cara a cara y sin intermediaciones, vaguedades ni confusiones de ningún tipo, confirmando la afirmación clásica del cristianismo de que ver a Dios, o la llamada “visión beatífica”, es el sumum bonum o el bien supremo de la vida humana en general y de la vida cristiana en particular, y la aspiración más sentida y profunda de todo creyente auténtico. Dios tendrá para nosotros una atención especial y personalizada permanente y esa relación y vinculación tan directa y estrecha con él será la principal fuente de gozo y alegría continua para el creyente y alrededor de la cual girarán todas las demás relaciones y actividades que llevemos a cabo, dando cumplimiento pleno a la instrucción bíblica de hacer todas las cosas para la gloria de Dios, pues todas las diversas y complejas actividades llevadas a cabo por todos y cada uno de nosotros en el reino de los cielos, aún las que parezcan menos “religiosas” y más distantes del contexto eclesiástico y litúrgico tal y como lo entendemos en la actualidad, serán actos de adoración que contribuirán a resaltar la gloria de Dios en el centro de todo y, de paso, la gloria que Él nos permitirá disfrutar a cada uno de nosotros también a su lado.
Tal vez la palabra que mejor resume las condiciones imperantes en el reino de los cielos es la palabra hebrea shalom, a la que se refirió de este modo el teólogo Cornelius Plantinga Jr: “El entretejido íntimo formado por Dios, los seres humanos y toda la creación en justicia, plenitud y deleite es lo que los profetas hebreos llamaron shalom. Nosotros lo llamamos paz, pero significa mucho más que la simple paz de espíritu o cese de fuego entre enemigos. En la Biblia, shalom significa florecimiento, integridad, y deleite universales, una situación pletórica en la que se satisfacen las necesidades naturales y se utilizan con provecho los dones naturales; una situación que nos inspirará un asombro gozoso ante el Creador y Salvador que abre puertas y acoge a las criaturas en las que se deleita. Shalom, en otras palabras, es como deberían ser las cosas”.
Esta armonía absoluta es la evocada con figuras bíblicas muy conocidas como estas que se han vuelto proverbiales: “El lobo vivirá con el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, y juntos andarán el ternero y el cachorro de león, y un niño pequeño los guiará. La vaca pastará con la osa, sus crías se echarán juntas, y el león comerá paja como el buey. Jugará el niño de pecho junto a la cueva de la cobra, y el recién destetado meterá la mano en el nido de la víbora. No harán ningún daño ni estrago en todo mi monte santo, porque rebosará la tierra con el conocimiento del Señor como rebosa el mar con las aguas” (Isaías 11:6-9). Imagen ratificada por el profeta en el cierre de su libro: “No trabajarán en vano, ni tendrán hijos para la desgracia; tanto ellos como su descendencia serán simiente bendecida del Señor. Antes que me llamen, yo les responderé; todavía estarán hablando cuando ya los habré escuchado. El lobo y el cordero pacerán juntos; el león comerá paja como el buey, y la serpiente se alimentará de polvo. En todo mi monte santo no habrá quien haga daño ni destruya», dice el Señor” (Isaías 65:23-25).
La alusión a estas ideales y armónicas relaciones entre todos los seres de la naturaleza no debe hacernos creer que el reino de los cielos es un retorno a una vida simple en contacto constante con la naturaleza virgen ꟷa la manera del “mito del buen salvaje”ꟷ, sin transformarla ya creativa y provechosamente a través del trabajo y el ingenio humano en lo que conocemos como “cultura”. Por el contrario, el reino de los cielos será la realización verdadera del llamado “mandato cultural” que Dios impartió a la humanidad al crearla e instruirla a ser fructífera y multiplicarse, a llenar la tierra y someterla y a ejercer un dominio benévolo y constructivo sobre ella, cultivándola y cuidándola, como lo leemos en Génesis 1:27-30 y 2:15. La cultura será desarrollada, entonces, en todos los sentidos (arte, literatura, filosofía, ciencia, teología, etc.) a niveles insospechados, para la gloria de Dios, y para el beneficio de toda la creación, siempre en exploración, descubrimiento y aprovechamiento de los aspectos potenciales más luminosos presentes en ella a través de la ciencia y la tecnología y sin la presencia de los aspectos oscuros que la ciencia actual ha tenido que arrastrar y que han conllevado también la explotación y el deterioro culpable de la naturaleza y de nuestro medio ambiente vital, y su directa destrucción por parte de la industria militar en la guerra, algo que debemos también tener presente.
Esta descripción sumaria y necesariamente insuficiente e incompleta del reino de los cielos no tiene más que el propósito de estimularnos y motivarnos a anhelarlo y a trabajar por él en este tiempo, recordándonos la anécdota narrada por Randy Alcorn en su libro en relación con la joven Florence Chadwick, quien en el año 1952 entró en al Océano Pacífico con la intención de llevar a cabo la hazaña de cubrir a nado el trecho comprendido entre la costa de la isla Catalina, en California, y la costa del continente, teniendo ya entre sus credenciales el haber sido la primera mujer que cruzó nadando el Canal de la Mancha en ambos sentidos. Teniendo en cuenta que el tiempo que le tocó en suerte fue nublado y frío, ella nadó al lado de los botes que la acompañaban durante 15 extenuantes horas, al cabo de las cuales se dió por vencida y pidió que la sacaran del agua, a pesar de que su madre la animara desde uno de los botes diciéndole que no lo hiciera, pues le faltaba muy poco para lograrlo.
Cuando en una entrevista posterior le preguntaron a qué atribuía su fracaso respondió: “Todo lo que podía ver era la niebla… Creo que si hubiera podido ver la costa [que al subir al bote descubrió que estaba a menos de un kilómetro de distancia], lo hubiera logrado”. Con base en esto, Randy Alcorn concluye: “No importa lo difícil que se vuelva la vida, si usted puede ver la costa y si toma su fuerza de Cristo, lo va a lograr. Oro para que este libro le ayude a ver la costa”. O también esta conferencia, en su defecto. Al fin y al cabo C. S. Lewis dijo: “… los cristianos que más hicieron por este mundo fueron justamente aquellos que más pensaban en el mundo que viene… Apunta al Cielo, y tendrás la tierra ‘de añadidura’”. Esta conferencia tiene, pues, el propósito de ayudarnos a apuntar al cielo, teniéndolo en la mira, para a la postre, obtener también la tierra, de añadidura.
Deja tu comentario