El milagro de la encarnación
La palabra encarnación se define fundamentalmente en el diccionario como “tomar forma corporal” y, por extensión: personificar, representar de forma concreta alguna idea o doctrina abstracta. Pero ningún diccionario pasa por alto el sentido particular que adquiere en el cristianismo como el: “Acto misterioso de haber tomado carne humana el Verbo Divino en el seno de la Virgen María” o también: “Dicho del Verbo Divino: Según la doctrina cristiana, hacerse hombre”. Y es que no hay otro sentido que estas palabras puedan adquirir que las ilustre mejor y de manera más profunda y completa que la encarnación tal y como se entiende en la doctrina cristiana y se celebra en navidad. La doctrina de la encarnación implica también una valoración favorable de este mundo material y palpable que podemos percibir a través de nuestros sentidos, con todo y sus problemas, y en este orden de ideas la encarnación es un hecho que confirma la declaración bíblica de que Dios creó un mundo físico y material “bueno en gran manera” y que la materia de la que este mundo y nosotros mismos estamos constituidos no es ni inferior, ni fue ni ha sido nunca un accidente, sino algo cuidadosamente planeado y ejecutado, al punto que la esperanza cristiana no es la inmortalidad del alma, sino la resurrección del cuerpo.
Ahora bien, la encarnación implica también que Quien se encarna exista con anterioridad a la encarnación, pues de lo contrario no se diría de Él que se encarna, sino simplemente que nace, como nacemos y hemos nacido todos y cada uno de los demás seres humanos en este mundo a lo largo de la historia. Nosotros nacemos simplemente porque antes de nuestra concepción no existíamos. Venimos a existir cuando somos concebidos por nuestros padres humanos. Antes no existíamos más que como una idea en la mente de Dios, o en la de nuestros padres, o en las de ambos. Por eso, en relación con Cristo aquí es donde tenemos que empezar a andar con cuidado, pues si bien Jesucristo nace, el Verbo o Hijo de Dios se encarna.
Es decir que el Verbo o Hijo de Dios preexiste o existe antes de encarnarse como hombre. Por eso se habla en teología de la preexistencia eterna de Cristo, el Verbo o Unigénito Hijo de Dios. Jesucristo es, ciertamente, el Hijo de Dios, pero de una manera tan especial y única, que sólo Él ha sido engendrado eternamente por el Padre, y no creado como nosotros. Él no es Hijo de Dios, como nosotros, por adopción, sino por naturaleza. Es por eso que el credo Niceno afirma de Cristo que Él es “engendrado del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, Verdadero Dios de Verdadero Dios, Engendrado no creado, de la misma naturaleza que el Padre”. Es por todo lo anterior que debemos afirmar que Jesucristo nació, pero el Verbo no nació, sino que se encarnó como hombre.
El meollo y el misterio más incomprensible y maravilloso de la encarnación consiste en lo que la teología llama la “unión hipostática”, es decir la unión y unidad esencial e inseparable que se da en la persona de Jesús de Nazaret de dos naturalezas diferentes: la naturaleza humana y la divina simultáneamente. En Cristo las dos naturalezas: la divina y la humana no se pueden dividir ni separar, sino tan sólo distinguir, pues quedaron indisolublemente unidas en la persona de Jesús de Nazaret, El Verbo o Hijo de Dios. Por eso el credo Atanasiano dice también: “adoramos un solo Dios en Trinidad, y Trinidad en Unidad, sin confundir las Personas, ni dividir la Substancia”. La humanidad y la divinidad en Cristo son, pues, como las dos caras de una misma moneda.
El credo Atanasiano también habla de la encarnación es estos esclarecedores términos: “Porque la Fe verdadera, que creemos y confesamos, es que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre. Dios, de la Substancia del Padre, engendrado antes de todos los siglos y Hombre, de la Substancia de su Madre, nacido en el mundo; Perfecto Dios y Perfecto Hombre, subsistente de alma racional y de carne humana; Igual al Padre, según su Divinidad; inferior al Padre, según su Humanidad. Quien, aunque sea Dios y Hombre, sin embargo, no es dos, sino un solo Cristo: Uno, no por conversión de la Divinidad en carne, sino por la asunción de la Humanidad en Dios; Uno totalmente, no por confusión de la Substancia, sino por unidad de la Persona. Pues como el alma racional y la carne es un solo hombre, así Dios y Hombre es un solo Cristo”.
Y la definición de fe de Calcedonia, otro de los credos antiguos suscritos por toda la iglesia cristiana lo ratifica de este modo: “enseñamos a los hombres que confiesen al mismo y único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, a la vez perfecto en Divinidad y perfecto en humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, consistente también de alma racional y cuerpo, de la misma substancia con el Padre en cuanto a su Divinidad y, a la vez, de la misma substancia con nosotros en cuanto a su humanidad; semejante a nosotros en todo respecto, excepto en el pecado; en cuanto a su Divinidad, engendrado del Padre antes de todos los siglos; sin embargo, en cuanto a su humanidad, nacido, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, de María la Virgen, la “portadora de Dios”; uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, reconocido en dos naturalezas, inconfundibles, inmutables, indivisibles, inseparables; sin ser anulada de ninguna manera la distinción de las naturalezas por la unión, más bien siendo conservadas y concurrentes las características de cada naturaleza para formar una sola persona y subsistencia, no divididas ni separadas en dos personas, sino uno y el mismo hijo y Unigénito Dios el Verbo, el Señor Jesucristo; así como desde los tiempos más remotos, los profetas hablaron de él, y como nuestro Señor Jesucristo mismo nos enseñó, y como el credo de los santos padres nos ha transmitido”. No hay en realidad mucho que añadir a esto desde enntonces.
La encarnación es, pues, un acto conmovedor de humillación por parte de Dios, por amor a nosotros, como lo indica Pablo en ese pasaje central de la epístola a los Filipenses que dice: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo…” (Filipenses 2:5-8). La humillación no está solamente en morir en la cruz como un criminal. Para Dios la humillación consiste en el simple hecho de hacerse hombre y al hacerlo, decidir venir a este mundo en un humilde pesebre en la familia de un humilde carpintero y su esposa. Dios es el Autor y Director de la historia humana, pero el encarnarse como hombre, decidió también ser el Actor principal de ella con todo lo que esto implicó.
La encarnación abre una doble vía para que los seres humanos nos conectemos y relacionemos con Dios en los mejores términos. Una vía descendente, de arriba hacia abajo y una vía ascendente, de abajo hacia arriba. Una cristología “desde arriba” y una cristología “desde abajo”. La primera, la que viene desde arriba, parte de los aspectos trascedentes de Cristo, tales como su condición divina y eterna y su identificación como el Verbo y el Hijo unigénito de Dios, para descender luego desde allí a su condición humana al encarnarse como hombre en un momento determinado de la historia para redimir a la humanidad. La segunda, la que va desde abajo, parte de la condición humana de Cristo para descubrir en Él a mucho más que un hombre y remontarse desde aquí para ascender a los aspectos trascendentes y divinos de Su ser. Ambas están presentes en el Nuevo Testamento. Ambas están presentes en la encarnación. Ambas son reconocidas por la teología. Pero hay tal vez una cristología hasta cierto punto más definitiva en lo que a cada uno de nosotros concierne.
Una cristología interior a la que podríamos llamar cristología “desde adentro” por la cual Cristo puede llegar a revelársenos hoy, no como Alguien externo a nosotros y al mundo, no como alguien que viene de afuera, sino Alguien que surge desde la profundidad de nuestra propia interioridad y desde la constitución misma del mundo, en el cual Él se encuentra presente y nos sorprende y nos sale al paso desde el fondo de nuestro ser, emergiendo desde allí donde ni siquiera imaginábamos que podía encontrarse y encarnándose en nuestros corazones contra todo pronóstico. Desde esta perspectiva la Palabra de Dios no consiste en la Biblia entendida como una revelación externa a nosotros, y ni siquiera en Cristo, la Palabra de Dios hecha hombre que viene a nosotros desde afuera, sino que, como lo dice el apóstol: “… «La palabra está cerca de ti; la tienes en la boca y en el corazón.»…” (Romanos 10:8). Hoy, más de 2000 años después, Cristo surge y se revela a nosotros desde nuestro interior, cuando nos sumergimos en nuestra interioridad dejando el nivel superficial, carnal y frívolo en que nuestra vida suele discurrir y clamamos a Él desde lo profundo de nuestro ser, como el salmista: “A ti, Señor, elevo mi clamor desde las profundidades del abismo” (Salmo 130:1), para descubrirlo en nosotros, transformándonos y fortaleciéndonos desde adentro hacia afuera. En eso también consiste el milagro de la encarnación.
Porque fue nuestra caída en pecado, nuestra alienación y separación de Dios la que le brindó la mejor ocasión para demostrar de forma indiscutible el alcance de su amor por nosotros. Porque desde los primeros siglos los teólogos discuten si la encarnación del Verbo o Hijo de Dios como hombre en la persona de Jesucristo se hubiera dado también si la humanidad no hubiera caído en pecado, es decir, si la encarnación estaba de todos modo prevista y establecida en los planes de Dios para el hombre al margen de la caída. Y ésta es una discusión válida, pues, como lo vimos ya en relación con Juan Bautista, hay pasajes del Nuevo Testamento que hablan de Cristo como el modelo, el paradigma, el arquetipo al cual debe conformarse la humanidad que parecerían indicar que sí, que la encarnación se hubiera dado, así no hubiéramos caído, sin que nuestra historia hubiera sido entonces tan accidentada, ardua y sufrida como lo ha sido hasta ahora, pero esto no pasa de ser especulación y nada más. Lo que sí es seguro es que la caída le dio a la encarnación de Cristo un nuevo significado, pues brindó a Dios un medio para demostrar sin lugar a duda el alcance de Su amor por nosotros y hasta donde estaba dispuesto a llegar una vez encarnado como hombre para redimirnos. Porque en eso concluye hoy para nosotros el milagro de la encarnación. En el milagro de “… Emanuel» (que significa «Dios con nosotros»)” (Mateo 1:23)
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