La tragedia humana producto de la caída en pecado de nuestros primeros padres consiste en la falta de voluntad o, en el mejor de los casos, la carencia de poder. Falta de voluntad, debido a que el ser humano caído no quiere someterse a Dios y obedecerlo de manera rendida y de buena gana, sino que procura por todos los medios mantener su presunta y engañosa autonomía e independencia respecto de Él, utilizando todos los pretextos y excusas a su alcance para hacerlo, entre las cuales sobresale la negación de Dios, en contra de toda evidencia, para poder vivir así como si Dios no existiera y sin tener que rendirle cuentas. Y carencia de poder, porque incluso en los casos en que quiera hacer lo correcto y sepa, además, con la debida precisión y lucidez qué es lo correcto, es impotente para hacerlo o, por lo menos, para hacerlo de manera consistente y obedeciendo a motivaciones e intenciones igualmente buenas y correctas, pues por lo general, incluso las mejores obras y acciones de los no creyentes están siempre viciadas y manchadas por motivaciones, intenciones e intereses egoístas y, por lo mismo, equivocados y censurables que buscan la gloria y el provecho personal más que la gloria de Dios y el bienestar desinteresado de los demás. Así, el evangelio de Cristo corrige ambas condiciones, pues inclina nuestra voluntad dócilmente hacia Dios de modo que llegamos a desear obedecerlo y nos concede también el poder de hacerlo de manera consistente: “pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Filipenses 2:13)
Voluntad y poder
“Cristo resuelve de una vez por todas los dos problemas más fundamentales del hombre: la falta de voluntad y la carencia de poder”
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