Entre todas las actividades características de la fe y de la vida cristiana, la oración es quizás la más fundamental y básica de todas, por lo que la perseverancia en ella es imperativa por sobre todas las demás. Por eso, aunque sería ideal que el creyente se sintiera regular y naturalmente impulsado a la oración, es irreal esperar que sea así. Hay muchos factores que atentan contra la oración en el día a día y, si bien hay momentos especialmente favorables a ella en que todo confluye para hacerla posible, tanto en nuestras disposiciones como en nuestras circunstancias, esto es algo excepcional y raro en realidad. Por lo general, por muy fácil, fluida y disfrutable que la oración pueda tornarse por momentos, lo cierto es que la generalidad de las veces la oración requiere una disciplina esforzada por parte de quien ora para poder apartar regularmente y sin falta tiempos suficientemente decentes y lugares apropiados para hacerlo con la atención y concentración requerida y con todo y ello, no siempre brotará de la manera fluida, fácil y disfrutable que nos gustaría experimentar al hacerlo. Con todo, debemos hacerlo de forma disciplinada con regularidad, con mayor razón tal vez en esos momentos en que la oración puede convertirse en algo arduo y aparentemente estéril y en que experimentamos dificultad para entrar en la presencia de Dios y encontrar las palabras adecuadas para hacerlo, pues vencer la resistencia a hacerlo también forma parte de la instrucción paulina al respecto: “Oren en el Espíritu en todo momento, con peticiones y ruegos. Manténganse alerta y perseveren en oración por todos los santos” (Efesios 6:18)
Venciendo nuestra resistencia a orar
“Es maravilloso sentirse inspirado para orar cada día, pero debemos orar también cuando no nos sintamos inspirados para hacerlo”
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