La conciencia es fundamental en la vida y en la práctica cristiana, como se desprende del hecho ya muchas veces mencionado sobre el lugar central que la libertad de examen y de conciencia ocupa en la tradición protestante. Es por eso que mantener una conciencia sensible, limpia y solventemente ilustrada y operante, iluminada por la Biblia y la guía del Espíritu Santo a través de ella es crucial para los creyentes, siendo una conciencia con estas características el último tribunal de apelación al que el cristiano debe acudir para actuar responsablemente delante de Dios y de los hombres, como el apóstol Pablo lo dio a entender en múltiples oportunidades en sus epístolas, entre las que sobresale la siguiente declaración al respecto: “Para nosotros, el motivo de satisfacción es el testimonio de nuestra conciencia” (2 Corintios 1:12); al punto que obrar con una conciencia iluminada y limpia es un motivo de dicha en la vida, pues: “Así que la convicción que tengas tú al respecto, mantenla como algo entre Dios y tú. Dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace” (Romanos 14:22), justificando la exhortación dirigida a su discípulo Timoteo en estos términos: “Debes hacerlo así para que el amor brote de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera” (1 Timoteo 1:5), extensiva a todos los creyentes: “Deben guardar, con una conciencia limpia, las grandes verdades de la fe” (1 Timoteo 3:9) y confirmada con la siguiente advertencia solemne: “y mantengas la fe y una buena conciencia. Por no hacerle caso a su conciencia, algunos han naufragado en la fe” (1 Timoteo 1:19)
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