La palabra “sacrificio” tiene muchas gradaciones diferentes y cobija desde aquellas decisiones en las que, de manera disciplinada, optamos por dejar de hacer algo que podríamos y nos gustaría hacer de forma inmediata, junto con el beneficio personal que nos traería, en aras de un bien mayor; hasta el sacrificio por excelencia, que es entregar voluntariamente nuestra vida de manera literal, por una causa que consideramos más valiosa que la vida misma. Pero si bien es cierto que esta última es considerada típicamente su forma más culminante y representativa, ni siquiera esta eventualidad es en realidad un sacrificio agradable a Dios si no es motivada por el amor desinteresado por Dios y por nuestro prójimo, como el que Cristo manifestó en grado superlativo al morir en la cruz para redimir a una humanidad que no merecía su sacrificio y que en gran medida no sigue dispuesta a valorarlo como es debido. Por eso, para que un acto sea considerado por Dios como un sacrificio aceptable y agradable a Sus ojos, no tiene que involucrar el entregar la propia vida, sino tan sólo renunciar a un beneficio personal para que otros sean beneficiados en nuestro lugar, como lo hicieron los creyentes de Filipos al recaudar en medio de sus propias escaseces, una generosa ofrenda para sostener el ministerio del apóstol Pablo que llevó la salvación a muchos otros además de ellos: “Ya he recibido todo lo que necesito y aún más; tengo hasta de sobra ahora que he recibido de Epafrodito lo que me enviaron. Es una ofrenda fragante, un sacrificio que Dios acepta con agrado” (Filipenses 4:18)
Un sacrificio que Dios acepta
“Lo que define un acto como sacrificio no es perder la vida en el proceso, sino que esté motivado por amor generoso y servicial”
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