Si bien la tradición no es mala en sí misma en la medida en esté de acuerdo y refuerce los contenidos doctrinales y la correcta práctica cristiana, como lo dejó claro el Señor Jesucristo al condenar la tradición únicamente en el caso de que pretendiera invalidar y oponerse a los mandamientos de Dios; sí puede degenerar en censurable tradicionalismo cuando la suscribimos mecánicamente sin reflexionar ya en su propósito y en las circunstancias que dieron lugar a ella y que pueden haber cambiado haciéndola innecesaria o incluso inconveniente. La tradición no exime a la iglesia de la reflexión que debe llevar a cabo sobre ella para evaluar su provecho y ver si debe mantenerse vigente o ser desechada o modificada, por mucho que reclame haber sido guardada por generaciones desde tiempos ancestrales como factor por sí mismo legitimador. Los reformadores, en su polémica contra la tradición asociada al catolicismo romano de su tiempo contra el que estaban reaccionando, asumieron posturas críticas y reflexivas hacia esta tradición. Lutero y Calvino afirmaron que únicamente debían ser desechadas las tradiciones que estuvieran en contra de lo expresamente revelado en las Escrituras, mientras que Zwinglio fue más lejos y declaró que todo lo que no estuviera contemplado u ordenado en ellas debía ser desechado. Y ya sea que suscribamos cualquiera de estas posturas matizadas, el punto es que no podemos eludir la reflexión que la tradición amerita a la luz de las Escrituras. Por eso: “Reflexiona en lo que te digo, y el Señor te dará una mayor comprensión de todo esto” (2 Timoteo 2:7)
Tradición y reflexión
“El tradicionalismo surge cuando obedecemos las reglas heredadas de la tradición sin reflexionar ya en su motivo o razón de ser”
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