Objetivamente hablando, la revelación de Dios está completamente contenida en el canon bíblico que ya se encuentra cerrado y concluido sin que se le pueda añadir ni quitar nada de lo que se halla en él. Pero subjetivamente hablando, esta revelación objetiva tiene el potencial de renovarse cada día en la vida del creyente, iluminando cada vez más su entendimiento y brindándole así una mayor comprensión de ella, y sobre todo la relación que tiene con sus circunstancias personales inmediatas para encauzar sus pensamientos, decisiones y actuaciones por el camino correcto y seguro en ejercicio de una conciencia limpia, mediante convicciones bien arraigadas en la Biblia. Por esta razón, los sermones en la iglesia, más que exhortaciones puntuales a actuar de una u otra manera, enfatizando los preceptos y mandamientos divinos, deberían ser antes que nada exposiciones de la Palabra de Dios que renueven esta revelación en la mente y la voluntad del creyente, no meramente indicándole lo que debe hacer, sino mostrándole también por qué lo debe hacer, de modo que la decisión de actuar de cierta manera sea, más que una instrucción para obedecer un mandamiento dado, una consecuencia que se sigue de la compresión subjetiva obtenida gracias a la nueva luz alcanzada en su comprensión de la Biblia y del carácter de Dios revelado en ella. Este propósito es el que se encuentra en el trasfondo de la oración de Pablo a favor de los creyentes cuando afirma: “Pido que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre glorioso, les dé el Espíritu de sabiduría y de revelación, para que lo conozcan mejor” (Efesios 1:17)
Sermones, exhortaciones o revelaciones
“En la iglesia abundan los sermones llenos de exhortaciones, pero escasean los sermones que contienen verdadera revelación de Dios”
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