En una relación entre personas que no se lleve a cabo por fuerza o coacción, las semejanzas entre quienes se relacionan entre sí es lo que hace posible la unión entre ellos, al mismo tiempo que las diferencias son las que hacen interesante y deleitosa esta unión. Cuando Dios nos creó a los seres humanos no lo hizo de manera aislada, sino que creó en principio dos individuos de la misma especie. Dos individuos que se asemejaban y tenían, por tanto, en común su compartida condición humana. Pero al mismo tiempo nos creó en dos versiones, géneros o sexos diferentes: hombre y mujer, con diferencias no sólo físicas diseñadas en buena hora para generar entre nosotros atracción mutua y un acoplamiento natural y más que obvio en el contexto de la unión íntima en el plano físico, sino diferencias también psicológicas por las cuales los hombres y las mujeres pensamos de manera distinta, enfatizando cada uno de nosotros ciertos aspectos diferentes de nuestras también compartidas facultades pensantes. Todo lo anterior estaba diseñado para que, sin dejar de lado nuestra individualidad personal, hombres y mujeres pudiéramos no obstante llegar a unirnos entre nosotros de manera libre, consciente y voluntaria en una relación tan cercana y estrecha que llegáramos a ser virtualmente un solo ser, como lo describen muy bien las Escrituras: “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser” (Génesis 2:24)
Semejantes pero distintos
"Únicamente quienes son semejantes pero distintos al tiempo, pueden unirse libre y conscientemente para llegar a ser uno sólo”
Solo cuando entendemos que la unión de dos semejantes pero diferentes es un bello misterio, podremos acercarnos un poco a observar la existencia del misterio de la Trinidad.
En ocasiones no se entiende, pero se experimenta