El cristiano está llamado a ejercer una influencia positiva en la sociedad. Influencia que, por lo general, es más bien sutil e imperceptible a primera vista, pero que es, o debe ser al mismo tiempo continua y perdurable, a semejanza de las violetas, flores que no son particularmente bellas al compararlas con otras mucho más bellas al lado de las cuales pueden llegar a verse deslucidas, no obstante lo cual, es el aroma de las violetas el que a la postre termina imponiéndose sobre todos los demás. La importancia simbólica que los olores tienen en las Escrituras se aprecia en el hecho de que, de cierta forma, los llamados “sacrificios de olor fragante” llevados a cabo en el ritual del Antiguo Testamento continúan vigentes en el Nuevo, pues Pablo afirma de manera implícita que todo acto de desprendida y amorosa generosidad hacia el prójimo por parte del creyente: “Es una ofrenda fragante, un sacrificio que Dios acepta con agrado” (Filipenses 4:18). Es por ello que el creyente tiene la responsabilidad de esparcir poco a poco en su ámbito de influencia el inconfundible aroma evocador de un carácter santo que puede ser apreciado, para bien o para mal, sin necesidad de que medien las palabras, como lo señala el apóstol: “Sin embargo, gracias a Dios que en Cristo siempre nos lleva triunfantes y, por medio de nosotros, esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque para Dios nosotros somos el aroma de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden. Para éstos somos olor de muerte que los lleva a la muerte; para aquéllos, olor de vida que los lleva a la vida. ¿Y quién es competente para semejante tarea?” (2 Corintios 2:14-16)
Sacrificios de olor fragante
“El cristiano tiene la facultad de esparcir el aroma evocador de un carácter santo sin necesidad de que medien las palabras”
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