Detrás de la confesión, el arrepentimiento y la fe, actitudes básicas en el evangelio para poder beneficiarnos de él, se encuentra la humildad como prerrequisito y fundamento para hacer posible todo lo anterior. Se requiere humildad para confesar que hemos fallado y fracasado de muchas maneras en la obediencia a lo que sabemos que deberíamos haber hecho, pero no hicimos, conforme al testimonio acusatorio de nuestras propias conciencias. Se necesita humildad para acudir a Dios arrepentidos a suplicar Su perdón sin atenuantes. Y se necesita humildad para creer que por nuestra cuenta nunca lo lograremos, sino que necesitamos imperiosamente que Alguien más lo logre por nosotros, como lo hizo el Señor Jesucristo al encarnarse como hombre para lograrlo en nuestro lugar y concedernos por gracia ꟷes decir de manera gratuita e inmerecidaꟷ, todo lo que sus méritos y perfección moral alcanzaron para nosotros. Es por eso que la teología cristiana siempre ha considerado al orgullo, o la hybris de los griegos, como el primero y más fundamental de todos los pecados, origen y acompañante de todos los demás, pues el orgullo es una actitud diametralmente opuesta a la confesión, al arrepentimiento y a la fe. El orgullo es, pues, lo primero de lo que debemos despojarnos al acercarnos a Dios dispuestos a recibir de Él aquello por lo que no hemos pagado ni podremos nunca pagar: “Por esto, despójense de toda inmundicia y de la maldad que tanto abunda, para que puedan recibir con humildad la palabra sembrada en ustedes, la cual tiene poder para salvarles la vida” (Santiago 1:21)
Recibiendo con humildad
“Hay que arrepentirnos del orgullo que nos impide recibir, puesto que la salvación es un regalo que se recibe con humilde gratitud”
Deja tu comentario