Uno de los mitos sociales modernos es el de la propiedad privada, a la que se considera sagrada, por encima de cualquier otro valor que pueda llegar a amenazarla, al punto de que para muchas personas la finalidad principal de la vida no es otra que la acumulación de bienes de fortuna y el disfrute indolente, ostentoso y derrochador de ellos, como si este fuera su derecho adquirido, relegando todo lo demás a un segundo plano. Pero la Biblia no da pie a la noción de propiedad privada en términos absolutos, pues en últimas Dios es el dueño de todo y, como lo declaró Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo he de partir. El Señor ha dado; el Señor ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!” (Job 1:21), declaración confirmada luego por el mismo Dios: “¡Mío es todo cuanto hay bajo los cielos!… pues mío es el mundo y todo lo que en él hay” (Job 41:11; Salmo 50:12). La Biblia habla más bien de propiedades sobre las que ejercemos posesión por generosidad y delegación divina y que debemos, entonces, administrar y disfrutar con justicia y sabiduría, pues al final se nos pedirá cuentas de ello y es contra este trasfondo que deben verse todos los preceptos legales que defienden nuestra propiedad sobre los bienes recibidos en posesión: “»En todos los casos de posesión ilegal, las dos partes deberán llevar el asunto ante los jueces. El que sea declarado culpable deberá restituir el doble a su prójimo, ya sea que se trate de un toro, o de un asno, o de una oveja, o de ropa, o de cualquier otra cosa perdida que alguien reclame como de su propiedad” (Éxodo 22:9)
Poseedores más que propietarios
“En la Biblia la propiedad privada no es sagrada, pero para poder responder por lo que Dios nos entrega en posesión, debe ser sin embargo defendida”
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