La santidad de Dios no se puede tomar a la ligera. Así, aunque algunos tratan de bajarle el tono a la ofensa de Nadab y Abiú: “Pero Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario y, poniendo en ellos fuego e incienso, ofrecieron ante el Señor un fuego que no tenían por qué ofrecer, pues él no se lo había mandado. Entonces salió de la presencia del Señor un fuego que los consumió, y murieron ante él” (Levítico 10:1-2), diciendo que no pasó de ser una impulsiva y algo presuntuosa torpeza juvenil que no era malintencionada y que podía ser, incluso, producto de la ignorancia, esto es improbable, pues Aarón y sus descendientes fueron previamente instruidos con solemnidad y detalle acerca de sus funciones sacerdotales y la seriedad que revestían, recordándonos las elevadas responsabilidades de quienes han sido a su vez bendecidos con grandes privilegios, como los sacerdotes en este caso, pues: “… A todo el que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho; y al que se le ha confiado mucho, se le pedirá aún más” (Lucas 12:48). Por eso, ni la sinceridad ni las buenas motivaciones e intenciones son por sí solas suficientes para que Dios nos apruebe. Porque ante Dios todo esto no nos exime del respeto que Su santidad nos merece y de apelar, entonces, a Él con humildad y arrepentimiento mediante el conducto regular autorizado por Él para hacerlo, que no es otro que Cristo y nuestra fe y confianza en lo logrado por Él a nuestro favor. Algo que deberían tener presente todos los que afirman y se jactan incluso de creer en Dios, pero a su manera
Nadab y Abiú
"El triste episodio de Nadab y Abiú nos recuerda que si bien Dios es bueno y misericordioso, también es santo y no podemos tomar esto a la ligera”
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