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Los Salmos

El libro de oraciones de la Biblia

Culminando la trilogía de artículos dedicados a los tres libros del Antiguo Testamento que aprecio más y las razones de que así sea, cierro en esta oportunidad con el libro de los Salmos. No estoy, ciertamente, descubriendo el agua tibia cuando incluyo a los Salmos como el tercero de los libros que más valoro entre todos los que componen el Antiguo Testamento. Los Salmos han sido a lo largo de la historia uno de los libros más apreciados ꟷsi no el más apreciado del Antiguo Testamentoꟷ por un mayoritario número de creyentes, tanto de extracción judía como cristiana. En relación con este libro, es célebre la que muchos consideran la obra magna del Príncipe de los predicadores, el voluminoso y casi enciclopédico Tesoro de David de Charles Spurgeon, respecto del cual su autor dijera: “El estudio espléndido de los Salmos me ha dado ganancias sin límites y cada vez mayor placer; gratitud común me obliga a comunicar a los demás una parte del beneficio, con la oración de que esto los induzca a buscar más por sí mismos”.

Desde el punto de vista litúrgico los Salmos son, ciertamente, el himnario del culto judío establecido en el templo de Jerusalén y en la tradición rabínica posterior que ha llegado hasta nuestros días y que ha sido acogido también por la iglesia cristiana en sus servicios y liturgias sin reservas a lo largo de la historia. No por nada en la tradición judía se le designó también como “El Libro de Alabanzas”. Pero más allá de estas consideraciones y curiosidades si se quiere, “académicas”; el gran beneficio que los salmos aportan a la fe a las primeras de cambio, tan pronto comenzamos a leerlos, aún sin estar documentados sobre todo esto, es la rápida identificación que se experimenta en ellos con la experiencia de sus inspirados autores humanos originales, entre los que se destaca David, autor de la mitad de ellos, justificando el título dado por Spurgeon a su ya mencionada obra magna.

En los salmos encontramos, más que canciones, oraciones sentidas, profundas y en un buen número de casos, agónicas y casi desesperadas, en las que no solo hallamos identificación casi inmediata y solidaria con sus autores y una conexión existencial que atraviesa fácilmente los siglos que nos separan de ellos, sino que hallamos las palabras más adecuadas para expresar nuestras propias oraciones en la actualidad de un modo que reflejen con exactitud lo que estamos sintiendo y lo que quisiéramos decirle a Dios con la mayor precisión y honestidad del caso, pero que no siempre encontramos cómo hacerlo hasta que los salmos vienen en nuestro auxilio. Como tal, la conexión con Dios que los salmos favorecen y establecen es mucho más inmediata que la que se alcanza a través del resto de libros de la Biblia, en los que se requiere frecuentemente un proceso de elaboración algo exigente desde sus contenidos hasta las oraciones que le formulamos alrededor de ellos.

Los salmos abarcan prácticamente todas las situaciones posibles que los hombres podemos llegar a experimentar a lo largo de la vida humana, teniendo en cuenta que no son canciones en el vacío, sino oraciones producto del contexto y las circunstancias vividas por sus autores humanos, como David. Circunstancias que no fueron las que muchos motivadores de hoy quieren vendernos desde los púlpitos de las iglesias como el paradigma de la vida cristiana. Paradigma en el que la victoria final que el evangelio promete se confunde con un triunfalismo superficial más afín con el movimiento actual de autoayuda que ha infiltrado a un buen número de las iglesias de hoy. Los salmos me gustan en gran medida porque al leerlos no veo en ellos nada de ese triunfalismo fácil y esa fe infantil de muchos cristianos de hoy, que no suele ser más que una fachada y nada más por la que los cristianos pretenden mostrar y tener vidas perfectas en este mundo y se jactan de que la bendición de Dios les sonríe en todos los aspectos como la prueba de que Dios se complace con ellos y su desempeño.

Los salmos me dejan ver que los grandes hombres de Dios como David y probados siervos suyos como Asaf, Hemán, Etán, los hijos de Coré, e incluso el propio Moisés no vivían su fe con arreglo a este superficial triunfalismo sin fundamento del que muchos creyentes de hoy presumen y que, más que de una fe auténtica y madura en el Dios vivo y verdadero revelado en la Biblia, procede es de una  actitud equivocada que se conforma a los valores exitistas del mundo, como si estos fueran el modelo y la aspiración legítima y final de la vida cristiana en lo que ya algunos designan con crítica mordacidad como “el evangelio del sueño americano” especialmente diseñado para acariciarnos el ego y hacer del cultivo de la “autoestima” el santo grial de la vida cristiana y establecer la salud y el éxito económico y profesional de las familias de clase media como la marca del cristiano aprobado por Dios.

Los salmos me consuelan al ver que mis propias luchas con la fe y el hecho de no ver mi vida ajustada a ese estrecho y engañoso paradigma, ni percibir a Dios actuando en mis circunstancias personales de la manera en que me gustaría verlo, desplegando su poder de manera manifiesta a mi favor para sacarme de mis apuros y problemas, como si mi desempeño en este mundo como cristiano tuviera que tener estos felices y simplistas desenlaces; no son sólo mis luchas, sino también las de los grandes hombres de fe de la antigüedad. Los salmos me confirman que la apreciación del gran C. S. Lewis cuando dijo: “Los humanos son anfibios: mitad espíritu y mitad animal… Como espíritus, pertenecen al mundo eterno, pero como animales habitan el tiempo… Lo más que puede acercarse a la constancia, por tanto, es la ondulación: el reiterado retorno a un nivel del que repetidamente vuelven a caer, una serie de simas y cimas”, es un hecho incontrovertible, pues estas ondulaciones, estos altos con sus victorias y estos bajos con sus temores, dudas y carencias, son los que encontramos en los salmos en la vida de sus autores humanos.

Es más, los salmos me demuestran que Dios, también en las palabras de C. S. Lewis: “en sus esfuerzos por conseguir la posesión permanente de un alma, se apoya más aún en los bajos que en los altos”, y que, de hecho: “algunos de Sus favoritos especiales han atravesado bajos más largos y profundos que los demás”. Y siguiendo a C. S. Lewis también en esto, los salmos responden la pregunta que todos los creyentes nos hemos formulado más de una vez en el sentido de por qué Dios: “… no hace más uso de Sus poderes para hacerse sensiblemente presente a las almas humanas en el grado y en el momento que le parezca”, manifestando e imponiendo Su presencia a los hombres de una manera inobjetable, pues Él desea que nuestra adhesión a Él sea siempre voluntaria, razón que explica, entonces, por qué Dios se ha revelado a los hombres lo suficiente como para que no tengamos excusa si lo rechazamos, pero al mismo tiempo lo estrictamente necesario como para no imponerse sobre nuestra voluntad, moviéndose entonces dentro de un estrecho rango que Él mismo ha establecido y determinado para el logro de nuestra adhesión voluntaria y definitiva.

Los salmos comprueban también que Dios quiere llevarnos a una fe madura en Él por la cual cada creyente: “se mantenga sobre sus propias piernas, para cumplir, solo a fuerza de voluntad, deberes que han perdido todo sabor [y que] Es en esos periodos de bajas, mucho más que en los periodos de altos, cuando se está convirtiendo en el tipo de criatura que Él quiere que sea. De ahí que las oraciones ofrecidas en estado de sequía sean las que más le agradan”. Oraciones que por momentos parecen ser las que predominan en los salmos. Y es que, en efecto, el propósito de Dios para cada uno de sus hijos es que: “quiere que aprendan a andar, y debe, por tanto, retirar Su mano, y solo con que de verdad exista en ellos la voluntad de andar, se siente complacido hasta por sus tropezones”, de tal modo que la causa de los enemigos de Dios “nunca está tan en peligro como cuando un humano, que ya no desea pero todavía se propone hacer la voluntad de [Dios], contempla un universo del que toda traza de Él parece haber desaparecido, y se pregunta por qué ha sido abandonado, y todavía obedece”.

Y finalmente, los salmos me llenan de esperanza al observar cómo, por encima de todo esto, la fe garantiza la victoria final, tal vez no ahora todavía en que nuestras alegrías actuales se ven fácilmente empañadas siempre por preocupaciones, pero con toda seguridad, sí después, cuando recordemos nuestros pesares como aguas que pasaron y experimentemos en carne propia lo dicho por el apóstol en cuanto a que ninguna de las aflicciones del tiempo presente es comparable con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse, victoria final contra la cual todos los triunfalismos actuales serán un mal remedo que no admite comparación con la auténtica victoria del evangelio, triunfalismos que nos engañan y nos llevan a creer que, como lo afirma uno de estos motivadores actuales en la iglesia, nuestra mejor vida es ahora y nos despojan del estímulo para la perseverancia propia de quienes se saben peregrinos y extranjeros en el mundo que buscan una patria mejor, estímulo que se diluye en el alcance de logros mundanos y en la jactancia exhibicionista que los acompaña. Es por esto que los Salmos se hallan, junto con el libro de Rut y el de Ester, en la cúspide de mis preferencias entre todos los libros del Antiguo Testamento.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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