La Biblia dice reiteradamente que Dios examina la mente y el corazón y conoce cada uno de nuestros pensamientos, puesto que todas las cosas están al descubierto, expuestas a sus ojos, al punto de que Él no sólo sabe todo lo que hacemos, sino incluso lo que vamos a decir antes de que lo digamos. Esta es la base para que Dios evalúe, no solo nuestros actos externos concretos, sino nuestras actitudes internas, nuestros motivos e intenciones, dando pie a lo que la tradición cristiana llama “pecados de pensamiento”, al lado de los de palabra, obra y omisión. Los diez mandamientos se ocupan principalmente de los pecados de palabra, de obra o de omisión, al prohibir u ordenar indistintamente acciones concretas, entre las cuales están la prohibición de erigir ídolos, de tomar el nombre de Dios en vano, de matar, de cometer inmoralidad sexual, de robar y de mentir, así como las órdenes de guardar el día de reposo y de honrar a nuestros padres. Pero estos ocho mandamientos están enmarcados por el primero y el último que legislan sobre nuestras actitudes y disposiciones internas, estableciendo nuestro deber de amarlo a Él de manera exclusiva por sobre todos los dioses y no codiciar lo que no es nuestro: “»No codicies la casa de tu prójimo: No codicies su esposa, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su burro, ni nada que le pertenezca»” (Éxodo 20:17). Y es debido a este escrutinio divino interno que debemos entender y estar de acuerdo con la declaración de que, al final, todos hemos pecado muchas veces de un modo u otro, de pensamiento en adelante, aun en el mejor de los casos
Los diez mandamientos
“Los diez mandamientos prohíben u ordenan acciones externas concretas, pero también legislan sobre las actitudes internas de las personas”
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