La liberación que el evangelio anuncia en relación con la esclavitud del pecado que todos los seres humanos padecemos de uno u otro modo, estaba ya tipificada e ilustrada en algunos significativos preceptos de la ley mosaica que humanizaban la condición del esclavo en el pueblo de Israel en relación con los pueblos vecinos en los que esta condición era más dura, ominosa y severa, y en la que podía caerse con mucha facilidad. Con mayor razón dada la condición legal que ostentaba y su carácter común y reconocido, al punto que, para la época del imperio romano, por cada dos personas libres, había una que era esclava. Muchos, pues, nacían siendo esclavos. Otros se vendían como esclavos por razones económicas para poder subsistir. Los pueblos vencidos en combate en el contexto de la guerra también eran esclavizados por los vencedores y, finalmente, en épocas tan convulsionadas e inestables desde el punto de vista político, caer en desgracia o perder el favor de los gobernantes de turno también podía conducir a la muerte o a la esclavitud, en su defecto. En Israel la ley toleró la esclavitud, pero no la promovió, sino que más bien la censuró tácitamente, estableciendo su duración en seis años máximo, pues: “»Si alguien compra un esclavo hebreo, este le servirá durante seis años, pero en el séptimo año recobrará su libertad sin pagar nada a cambio” (Éxodo 21:2), símbolo de la redención llevada a cabo por Jesucristo que nos libera por gracia, al ser Él Quien paga con su propia vida el precio para redimirnos y revelarse a nosotros, a su vez, como la verdad que realmente nos libera
Le servirá durante seis años
“Si bien Dios toleró realidades sociales contrarias a su voluntad que eran comunes entre los pueblos antiguos, instituyó leyes para humanizarlas”
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