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Estudios bíblicos

La victoria que ha vencido al mundo

Triunfar en la vida es una de las motivaciones que le da sentido y propósito a la existencia humana. La satisfacción de la victoria es usualmente una experiencia grata, no sólo en su aspecto competitivo por el cual aspiramos a alcanzar la meta antes que otros que se encuentran en nuestra misma condición, aludida así por el apóstol: “¿No saben que en una carrera todos los corredores compiten, pero solo uno obtiene el premio? Corran, pues, de tal modo que lo obtengan. Todos los deportistas se entrenan con mucha disciplina. Ellos lo hacen para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que dura para siempre. Así que yo no corro como quien no tiene meta; no lucho como quien da golpes al aire. Más bien, golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado” (1 Corintios 9:24-27), sino en especial por el hecho de saber que al alcanzar la meta podremos obtener beneficios personales muy valiosos y mucho más disfrutables y perdurables en el tiempo que el mero galardón logrado por llegar en primer lugar reservado para el ganador, como lo señala también Pablo: “sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14). El evangelio es un mensaje de victoria alcanzada mediante la fe en Cristo sobre los poderes del mal en todas las formas en que se manifiesta en este mundo: “porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Juan 5:4-5). Formas que van desde esa noción impersonal que llamamos pecado, a la mucho más personal que identificamos y asociamos con la obra y la influencia de Satanás y sus demonios en el mundo.

La imagen del Cristo Victorioso, -recogida por el teólogo luterano Gustaf Aulén en su obra clásica Christus Victor-, es una de las más características y representativas de la historia de la Iglesia, anunciada e ilustrada gráficamente en la Biblia al mejor estilo de las marchas triunfales de los ejércitos de la antigüedad mucho antes de que tuviera lugar, en las inspiradas palabras del salmista: “Cuando tú, Dios y Señor, ascendiste a las alturas, te llevaste contigo a los cautivos; tomaste tributo de los hombres, aun de los rebeldes, para establecer tu morada” (Salmo 68:18); y citada de nuevo, ya como un hecho cumplido, por el apóstol Pablo: Por esto dice: «Cuando ascendió a lo alto, se llevó consigo a los cautivos y dio dones a los hombres» (Efesios 4:8); descrita también por él con más amplitud y precisión: “Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal” (Colosenses 2:15), y confirmada además por la experiencia y el testimonio de los creyentes, como lo da por sentado el apóstol Juan: “Ustedes, queridos hijos, son de Dios y han vencido a esos falsos profetas, porque el que está en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4), pues los creyentes  comparten y participan de la victoria obtenida por Cristo en la cruz del Calvario a su favor, a pesar de cualquier provisional apariencia actual en contra: “Sin embargo, gracias a Dios que en Cristo siempre nos lleva triunfantes y, por medio de nosotros, esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento” (2 Corintios 2:14). Una victoria que si bien, a partir de la cruz, es definitiva y completa al punto de no requerir de nuestra parte ningún aporte suplementario: “Después de esto, como Jesús sabía que ya todo había terminado… dijo: ꟷTodo se ha cumplido. Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu” (Juan 19:28, 30), no disfrutamos todavía en toda su plenitud.

Pero por difíciles que puedan ser cuando nos encontramos soportándolos y resistiéndolos, los embates actuales del enemigo son tan sólo lo que se designa coloquialmente como “patadas de ahogado”, es decir intentos desesperados y estériles para no reconocer su derrota. Por eso, la razón por la cual debemos mantenernos todavía peleando la batalla de la fe, como se lo indicó Pablo a Timoteo: “Pelea la buena batalla de la fe; haz tuya la vida eterna, a la que fuiste llamado y por la cual hiciste aquella admirable declaración de fe delante de muchos testigos” (1 Timoteo 6:12), no es porque la victoria final no esté ya completamente garantizada por la obra de Cristo en la cruz, sino para que en el entretanto nos adiestremos y maduremos mediante el sometimiento de todos los actuales y calculados reductos de resistencia al señorío de Cristo en el mundo en general y en nuestras vidas en particular: “Las siguientes naciones son las que el Señor dejó a salvo para poner a prueba a todos los israelitas que no habían participado en ninguna de las guerras de Canaán. Lo hizo solamente para que los descendientes de los israelitas, que no habían tenido experiencia en el campo de batalla, aprendieran a combatir” (Jueces 3:1-2), propósito en el cual nuestra responsabilidad no es ni siquiera vencer, sino tan sólo pelear la buena batalla, terminar la carrera y mantenerse en la fe: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe” (2 Timoteo 4:7) con la seguridad anticipada de que: “… en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37). Todo lo cual llevó al teólogo Karl Barth a declarar: “La victoria está ganada, pero aún no ha sido proclamada. El jaque mate del enemigo ya es inevitable, pero ha de continuar jugando su partida hasta el final para convencer a todos de que ha sido derrotado. La hora ha sonado ya, pero el péndulo debe seguir girando” (Karl Barth).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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