Machismo y feminismo
Se entiende hoy como sociedad patriarcal una organización de la sociedad y la cultura en la cual el hombre, entendido el término en su acepción sexual biológica que distingue entre varón y mujer, ostenta el predominio y la autoridad sobre la mujer, que se encuentra, por lo tanto, subordinada a él y dependiente, por lo mismo, en gran medida, de él. Independiente de las connotaciones de injusticia o inequidad que se suelen asociar a ella como si fueran algo que le es inherente, esta ha sido la organización social mayoritaria a todo lo largo de la historia humana, con muy pocas excepciones. Y dado que el feminismo surgido en el curso del siglo XX, que cobra cada vez más fuerza y acogida en el pensamiento secular, ha hecho de este tipo de organización social su principal blanco de ataques, promoviendo incluso su eliminación como una de las fuentes, si no de todos, sí de muchos de los males sociales que padece el mundo actual; esta caracterización crítica de la sociedad patriarcal ha terminado también utilizándose como argumento en contra de la Biblia, dado que en ella se establece este tipo de organización social como normativa para la especie humana, pues no es un secreto que la constitución de Israel como nación se apoya en este tipo de organización social y que los llamados “patriarcas” con Abraham, Isaac y Jacob a la cabeza, son un referente obligado para el pensamiento judeocristiano y se erigen como ejemplos en muchos aspectos para la vivencia de fe, a pesar de la crítica que la misma Biblia ejerce sobre ellos en significativas oportunidades como evidencia de su autoridad sin prejuicios, algo que los impugnadores de la sociedad patriarcal no tienen en cuenta a la hora de condenar tanto a la Biblia como a la sociedad patriarcal por igual y sin matices.
Pero ¿es la sociedad patriarcal la fuente de todos los males modernos, como parece presumirlo el feminismo y, por extensión, la comunidad LGBTI que promueve y suscribe la ideología de género? En otras palabras, ¿el machismo opresor (valga la redundancia) es inherente a la sociedad patriarcal al punto que toda organización social de tipo patriarcal no puede evitar el machismo contra el que el feminismo está reaccionando? Y en consecuencia, ¿es el cristianismo machista por su propia esencia? Comencemos por responder a este último interrogante diciendo con firmeza que, si entendemos correctamente el orden social establecido por Dios para la familia tal y como se nos revela de manera ideal en la Biblia, el cristianismo no es ni machista ni feminista. El machismo y el feminismo son, por tanto, distorsiones de los roles específicos que la Biblia establece ꟷpero no imponeꟷ, al hombre o a la mujer indistintamente. Ahora bien, partiendo entonces del hecho de que ante Dios tanto el hombre como la mujer tienen el mismo valor por ser ambos seres humanos creados para reflejar la imagen y semejanza de Dios, también tenemos que decir que esta igualdad de valor o de dignidad no elimina ni mucho menos las evidentes diferencias biológicas que existen, enhorabuena, entre el hombre y la mujer. Dicho de otro modo, hombre y mujer tienen en común su compartida condición humana, en lo cual no existe diferencia entre ambos, pero sí se distinguen, aunque suene como una verdad de perogrullo y parezca una innecesaria y visible obviedad, en su sexo, pues “… Dios creó al ser humano a su imagen… Hombre y mujer los creó” (Génesis 1:27). No hay base bíblica, entonces, para afirmar ni la superioridad de los varones respecto de las mujeres, ni de las mujeres respecto de los varones.
Dios creó al hombre y a la mujer en condición de igualdad y sometimiento mutuo y voluntario del uno al otro para conformar un equipo eficiente en el que cada uno desempeñe un rol especialmente adaptado para las fortalezas de cada uno de ellos. Las diferencias de género no riñen, pues, con la unidad de propósito y la complementaridad que debe existir entre el hombre y la mujer. Las “batallas de los sexos” no deben tener, pues, lugar en la sociedad ni en la iglesia de Cristo. De hecho, nuestra común condición humana es lo que hace posible la relación entre hombre y mujer, pero son las diferencias biológicas y psicológicas entre los sexos las que hacen interesante, atractiva y deleitosa la relación, activando así todo el potencial benéfico que hay en ella. La interdependencia y complementaridad entre hombre y mujer en plano de igualdad está también afirmada en el Nuevo Testamento de este modo: “Sin embargo, en el Señor ni la mujer existe aparte del hombre ni el hombre aparte de la mujer. Porque así como la mujer procede del hombre, también el hombre nace de la mujer; pero todo proviene de Dios” (1 Corintios 11:11-12)
Establecida esta igualdad de valor entre el hombre y la mujer, hay que repetir, sin embargo, que, como lo dice J. H. Yoder: “Igualdad de valor no es identidad de rol”. Es decir que el hecho de que hombres y mujeres tengamos el mismo valor ante Dios no significa que desempeñemos ambos las mismas funciones dentro del plan de Dios. Veamos entonces los roles establecidos por Dios para cada uno de los dos, vistos ambos en el contexto de la familia, la célula básica de la sociedad, que tampoco es, valga decirlo, una institución normativa para todas las personas, hombres o mujeres por igual, pues la soltería es también una opción válida en el cristianismo, pero que por razones obvias y sin dejar de ser válida, tiene sin embargo carácter de excepción en la Biblia, pues la conservación y preservación en el tiempo de la humanidad con todas sus diferentes sociedades y culturas a lo largo del tiempo depende de cualquier modo de esa célula básica que es la familia.
En cuanto al rol del varón, la Biblia afirma en 1 Corintios 11:3 y en Efesios 5:23 que el hombre es la cabeza de la relación. Pero ¿qué significa exactamente esta expresión que ha sido tergiversada y deformada por los machistas que han terminado abusando de ella de manera culpable y destructiva? Significa simplemente que el hombre es el responsable encargado de dirigir la relación y que, como tal, él es el primero que debe rendir cuentas a Dios sobre ella. Enorme responsabilidad. Ser cabeza no significa, entonces, como muchos lo entienden, ser el que tiene los mayores privilegios y ventajas en la relación y a quien los demás deben servir, sino el que tiene las mayores responsabilidades en ella. Tampoco significa ser el que manda en la relación de manera arbitraria, sino el que toma con sabiduría las decisiones finales que afectan a la pareja y a la familia teniendo presente a la mujer y previa consulta con ella y, eventualmente, también con los hijos en la medida en que ellos también deban aportar con su punto de vista a estas decisiones.
Ser cabeza no es ser un tirano egoísta, sino un siervo que dirige bien a su familia pensando en el bienestar de todos sus miembros y en el desarrollo y la realización de todos y cada uno de ellos, comenzando por la mujer. El apóstol Pablo, acusado por muchos de manera ligera como machista, pone sobre el hombre tan elevadas responsabilidades y obligaciones en el capítulo 5, versículos 25 al 29 de la epístola a los Efesios al abordar la relación matrimonial entre hombre y mujer, -casi al nivel de las mismísimas responsabilidades sacrificiales asumidas por Cristo en relación con la iglesia- que la acusación de machismo que se le dirige debería ser revisada y corregida en el término de la distancia. Por eso, todos los demás pasajes de Pablo juzgados como machistas deben ser interpretados contra este trasfondo y otros similares, matizándolos y bajándoles el tono de modo que ni los machistas puedan apelar a ellos para justificar su machismo, ni las feministas para justificar su reacción contra los machistas. C. S. Lewis se refería así a este asunto: “Las más inflexibles feministas no tienen que envidiar al sexo masculino la corona que le es ofrecida; ya sea en el misterio pagano o en el cristiano: porque una es de papel; la otra, de espinas”. Con esto quiere hacernos conscientes de que la condición de cabeza conlleva para el varón cristiano la mayor dosis sacrificial entre los cónyuges. Es el varón, entonces, quien no debe desesperar en el matrimonio, para honrar su condición de cabeza y sobrellevar con entereza la corona colocada sobre ella. Y aunque lamentablemente en muchos casos no sea así, el matrimonio cristiano debería ser la tumba tanto del machismo, como del feminismo.
Ahora bien, ¿de dónde surge el machismo, tanto fuera como dentro de la iglesia, si no es propiamente de las Escrituras y de la narración de la creación del hombre y la mujer contenida en ellas? El machismo es un producto de la caída en pecado de nuestros primeros padres. Una caída que dañó la armónica relación entre el hombre y la mujer, al punto que en la sentencia pronunciada por Dios sobre la mujer por su responsabilidad en la caída leemos lo siguiente: “A la mujer le dijo: «Multiplicaré tus dolores en el parto, y darás a luz a tus hijos con dolor. Desearás a tu marido, y él te dominará.»” (Génesis 3:16). El hombre caído se vio entonces empujado por su naturaleza pecaminosa y egoísta a deformar su rol y en vez de hacerse responsable de la relación se convirtió en el dominador en ella, malinterpretando de lleno su papel de cabeza. Su mayor fuerza física no la utilizó propiamente para proteger a la mujer y brindarle seguridad y espacio para que desarrollara todo su potencial lado a lado y hombro a hombro con él, sino para dominarla, privándose al mismo tiempo de todos los aportes constructivos que la mujer está en capacidad de hacer a la relación, llevándola a tal punto de exasperación que, tan pronto tiene la oportunidad, la mujer procura librarse del dominio opresivo del varón dando lugar al igualmente extremo e inconveniente feminismo que abordaremos también un poco más adelante.
Como quiera que sea, lo cierto es que tanto el machismo inicial como el feminismo posterior echan a perder todo el potencial para el trabajo armónico del equipo originalmente diseñado por Dios cuando creó al hombre y a la mujer. La historia de la humanidad ha sido a partir de la caída una historia marcadamente machista con muy pocas excepciones. Los males que el feminismo achaca a la sociedad patriarcal no son propios de ella, sino del machismo que la distorsiona. Pero Cristo vino a recapitular la historia en el mismo punto en que ésta se desvió de su dirección ideal, devolviendo al hombre el sentido original y correcto de su condición de cabeza y a la mujer la dignidad y el lugar importante que estaba llamada a ocupar en el cuadro y que le había sido negado por el hombre caído. En el contexto del evangelio y en lo que concierne a los creyentes, Cristo reivindica el rol de la mujer y corrige el del varón, vinculándolos de nuevo en una relación tanto de armónica complementaridad en sus diferentes roles, como de igualdad de valor en su compartida dignidad humana, aspectos ambos que la iglesia debe promover como su principal abanderada. Porque el machismo no es más que sacrificar la igualdad de valor que existe entre el hombre y la mujer para asignarle arbitrariamente más importancia al rol del hombre que al de la mujer.
Pasando ahora al rol de la mujer, en Génesis 1:18-23, la Biblia la designa como la “ayuda idónea” o “adecuada” en la relación. Y al margen de cómo entendamos esta expresión, lo cierto es que no parece haber en ella nada ofensivo o que apunte a una subordinación obligada o necesaria, sino más bien a una función que la mujer desempeña en un plano de igualdad con el varón. Para utilizar términos de hoy que pueden servir un poco para entender su rol, la mujer es una especie de calificada “asesora” en la relación. Y hasta donde podemos ver hoy, los asesores no son necesariamente subordinados de los asesorados, sino colaboradores de ellos en un plano de igualdad y con una independencia de criterio tal que asegure su capacidad para opinar e incluso su derecho a disentir respetuosamente con el asesorado que, ya sea que tenga o no en cuenta el consejo del asesor para su propio provecho o perjuicio, debe tomar finalmente la decisión respectiva.Así, pues, la mujer está llamada a enriquecer el cuadro con sus aportes y brindar de este modo al hombre más elementos de juicio para decidir y dirigir constructivamente a la familia.
Es de tanta importancia el papel de la mujer como ayuda idónea del varón que en el acróstico que cierra a manera de epílogo el libro de los Proverbios leemos un elogio de la mujer ejemplar que describe tal cantidad de actividades en que se desempeña con ventaja y excelencia que no puede más que suscitar admiración en todo el que lo lea. Y valga resaltar que estas actividades no las desarrolla opacando al varón o en competencia con él, sino con su respaldo y complacencia “Su esposo confía plenamente en ella… Su esposo es respetado en la comunidad; ocupa un puesto entre las autoridades del lugar… Sus hijos se levantan y la felicitan; también su esposo la alaba: «Muchas mujeres han realizado proezas, pero tú las superas a todas»” (Proverbios 31:11, 23, 28). De aquí también se puede afirmar su capacidad para los negocios y no sólo para las exigentes labores del hogar, puesto que: “Calcula el valor de un campo y lo compra; con sus ganancias planta un viñedo… se complace en la prosperidad de sus negocios” (Proverbios 31:16, 18). Como puede verse, el rol de la mujer como ayuda idónea del varón no es sólo un motivo de admiración hacia la mujer ejemplar, sino también un apoyo invaluable para todo varón, de dónde no se equivoca aquella frase que dice que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, que busca no ignorar ni opacar, por causa del machismo imperante, el aporte de la mujer a la sociedad.
El deficiente ejercicio por parte del varón de su rol y de su responsabilidad como cabeza que lo ha arrojado al nefasto machismo, ha dado lugar históricamente y por puro instinto de conservación a una reacción defensiva por parte de las mujeres, igualmente inconveniente que el machismo al que busca combatir. Nos referimos al feminismo. El feminismo, si bien comprensible y sin perjuicio de las necesarias matizaciones que haremos en su momento, ha llevado sus reivindicaciones al extremo y como tal, termina convertido en una postura igualmente equivocada que el machismo. Si el machismo sacrificaba la igualdad de valor del hombre y la mujer en aras de la presunta superioridad del rol del varón por encima del de la mujer, el feminismo extremo hace todo lo contrario. Es decir que en nombre de la igualdad de valor entre el hombre y la mujer suprime la distinción de roles entre ambos. Así, en el feminismo las mujeres no quieren tan sólo recuperar su dignidad humana a la par con los hombres, sino que, por decirlo de algún modo, quieren ellas mismas ser hombres al suprimir las distinciones entre los roles masculinos y femeninos. Y al borrar de manera artificial y forzada estas diferencias el panorama resultante es el que ya comenzamos a ver a nuestro alrededor con las reivindicaciones sociales alcanzadas por el feminismo y los efectos colaterales que comienza a padecer. En efecto, el feminismo ha alcanzado conquistas valiosas que el cristianismo está obligado a secundar y promover, tales como el derecho al voto y a las oportunidades laborales cada vez en plano de mayor igualdad con los hombres, entre otros logros.
Pero al amparo de estas necesarias conquistas ha terminado arrastrando sus propios lastres que, a la postre, pueden terminar borrando con el codo lo que se construyó con la mano, como está tomando ya conciencia un sector del feminismo al ver como la ideología de género desea apoyarse en estas conquistas y hacer causa común con el feminismo para obtener otras reivindicaciones que van en perjuicio de las causas feministas. Y es que el feminismo termina reclamando una igualdad tal entre hombre y mujer que, a su sombra, se pretende anular incluso las obvias diferencias físicas entre ambos que son, justamente, las que hacen al hombre y a la mujer indistintamente aptos para desempeñar con ventaja ciertos roles especializados en la sociedad, todos ellos igualmente importantes y necesarios en el seno de la comunidad. Porque, así como los varones no deben utilizar la variedad de roles de manera impositiva ni para establecer jerarquías de poder que, sin ninguna base bíblica, terminen fomentando la desigualdad y dando pie a la opresión injusta de unos hacia otros, tampoco las mujeres deben esgrimir la igualdad de valor para promover una absoluta e indiferenciada identidad de roles.
El actual estado de cosas hace difícil para las feministas que buscan reivindicaciones más que justas para la mujer, ver los lastres inconvenientes que el feminismo ha ido arrastrando e incorporando gradualmente a sus causas y a su discurso al optar por la ideología de género, pues de entrada para ellas el matrimonio planteado de esta manera, con el hombre como cabeza y la mujer como ayuda idónea o adecuada ya es desigual (lo cual es cierto, pues sus roles no son exactamente los mismos), y por lo mismo injusto (lo cual es falso, pues estos roles diferenciados no son arbitrarios ni implican superioridad de uno respecto del otro), pues desigualdad no significa necesariamente injusticia. Además, estas feministas equiparan esta desigualdad a una sujeción obligada de la mujer respecto del hombre, lo cual tampoco es cierto, pues de lo que hablamos aquí no es de una sujeción impuesta para privilegiar la voluntad de uno por encima del otro, sino de una sujeción mutuamente acordada para el mejor logro de objetivos e intereses comunes.
Debemos reconocer que la condición caída de la humanidad hace difícil imaginar cómo sería esto último posible, sin favorecer la voluntad del hombre por encima de la de la mujer y sin que este orden originalmente justo favorezca y degenere en el injusto machismo; pero no hay nada desde el punto de vista de la lógica y la racionalidad que pueda señalarse como intrínsecamente injusto en este arreglo, en particular, dadas las obvias diferencias biológicas, genéticas, estructurales, morfológicas, neuro-hormonales, fisiológicas y hasta psicológicas entre el hombre y la mujer. En otras palabras, la condición de “ayuda” asignada a la mujer no implicaba originalmente un papel secundario o de menor importancia en el equipo ni tampoco la actual subordinación injusta contra la cual las feministas luchan legítimamente. Esos aspectos son un producto de la caída y no del orden original establecido por Dios en la creación.
Al fin y al cabo, la división del trabajo es reconocida unánimemente por todos como un factor que, al margen de los lastres que también haya venido incorporando, ha marcado el progreso y el desarrollo para toda la humanidad, hombres y mujeres indistintamente, aunque por cuenta del machismo, el hombre haya terminado obteniendo más beneficios de ella. Por eso, lo que el feminismo rectamente entendido debería promover, no es la supresión indiferenciada de roles, sino la corrección y ajuste de los roles distorsionados históricamente por el machismo y también últimamente por el feminismo que promueve la ideología de género. Dicho de otro modo, el feminismo no debería buscar una sociedad sin roles que sean asumidos por hombres y mujeres en la medida en que cada uno de ellos se encuentre mejor adaptado para ejercerlos eficazmente, sino denunciarlos cuando se utilizan para reclamar superioridad y desmontar también los roles artificiales que fomentan jerarquías y subordinaciones arbitrarias e injustas que degradan la dignidad de la mujer y terminan obrando a la postre también en perjuicio de los hombres que los fomentan.
Además, las diferencias entre hombre y mujer van más allá de las más obvias y evidentes a la vista con las que la naturaleza nos ha dotado, y tienen que ver más bien con lo psicológico, es decir, con la forma diferente de pensar de hombres y mujeres que les otorgan a cada uno de ellos ventajas comparativas a la hora de abordar los diferentes roles que Dios ha asignado a cada uno de ellos en la relación. Y quiero enfatizar especialmente en la expresión “ventajas comparativas”, pues no significa que la mujer no está capacitada para desempeñar bien actividades tradicionalmente masculinas o viceversa, sino simplemente que hay actividades puntuales en las que tanto el hombre como la mujer se desempeñan especialmente bien de manera fluida, natural y sin tanto esfuerzo como el que tendría que emplear el sexo opuesto en la misma actividad. De hecho, es de todos reconocida la diferente forma de pensar entre el hombre y la mujer. El pensamiento secular ha tratado estas diferencias en muchos libros, estudios y publicaciones, entre las cuales es bastante recordado un libro de John Gray con un título muy gráfico y sugestivo para expresar estas diferencias que lleva por nombre Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Porque lo cierto es que existen diferencias marcadas en el modo de pensar del hombre y la mujer. Diferencias que no deben conducirnos a creer que uno de los dos es más inteligente que el otro, sino que cada uno de los dos posee, de manera aguzada, diferentes tipos de inteligencia.
De hecho, existen informes científicos que afirman que los hombres tienen más neuronas que las mujeres. Pero al mismo tiempo, esos mismos estudios han descubierto que las mujeres tienen más conexiones entre las neuronas que los hombres. Esto parece dar a entender, no que los hombres son más inteligentes por tener más neuronas, ni que las mujeres lo son por tener más conexiones entre ellas, sino más bien que poseen tal vez diferentes inteligencias: una que depende de la mayor cantidad de neuronas existentes y la otra, de la mayor cantidad de conexiones entre ellas. Lo cual podría muy bien explicar la afirmación en el sentido de que la inteligencia de la mujer es polifuncional, mientras que la del hombre es monofuncional. Es decir, que la mujer piensa con los dos hemisferios de su cerebro al mismo tiempo y que el hombre sólo puede pensar con uno a la vez. Ante estos hechos neurológicos que no pueden ignorarse, las feministas se preguntan si éstos no serán más bien un efecto o consecuencia de la crianza, la socialización y la influencia del entorno que condiciona a los hombres y a las mujeres de cierta manera y no una causa independente que nos viene dada por la naturaleza.
Porque aquí es, justamente, en donde ubicamos el meollo de la ideología de género, como nos lo informa puntualmente Mario Cely: “la separación entre sexo y género constituye una de las principales características de la denominada ideología de género, para la cual el ser humano nace sexualmente ‘neutro’ [desde el punto de vista de su “género”] y luego es socializado o culturizado como varón o como mujer”en conformidad con su sexo biológico. Es decir que el sexo, como es apenas obvio e irrefutable, nos viene dado por la naturaleza, pero el género es una construcción social y cultural independiente y que no guarda una relación necesaria con el sexo. Partiendo de este postulado ideológico indemostrable y contrario al uso común de la palabra género como sinónimo de sexo; las feministas y el colectivo LGBTI promotores de esta ideología quieren establecer, como en un nuevo surrealismo ajeno a los hechos, la existencia de muchos géneros diferentes dependientes de la orientación sexual, tan numerosos y traídos de los cabellos que ya es difícil identificarlos, enumerarlos y entenderlos a todos, pero entre los que se destacan los que se incluyen en la sigla LGBTI, es decir: lesbianas (el aporte del feminismo), gays, bisexuales, transexuales e intersexuales y, últimamente, la letra Q que se le ha agregado a esta sigla, que significa queer, un supuesto género indefinible que se resiste a encajar en ninguna clasificación porque la esencia de la llamada “teoría queer” es que el género como tal, debería desaparecer y no se debería utilizar para definir a nadie.
Así, si bien las feministas que promueven la ideología de género abogan para que el género deje de estar limitado, entonces, a hombre y mujer únicamente, sino que incluya una gama creciente de géneros definidos no por el sexo biológico, sino por la presunta orientación o inclinación sexual psicológica de la persona; las feministas que no están de acuerdo con la ideología de género pretenden, entonces, que se supriman, no los géneros ꟷconcepto al que, desligado del sexo biológico, consideran acertadamente como un artificio innecesario de la ideología de género que no se sostiene en la realidad y que no buscan, por tanto, modificarꟷ; sino los roles de género a los que sí consideran algo social y culturalmente construido de maneras arbitrarias e injustamente restrictivas para la mujer. Pero, aunque esta intención es mucho más razonable y realista que las pretensiones de la ideología de género en cabeza de la comunidad LGBTI, cabe preguntarse si es realmente deseable suprimir todos los roles de género culturalmente construidos como si esta construcción fuera caprichosa y arbitraria. Al fin y al cabo, descontando las ya aludidas diferencias psicológicas que estas feministas cuestionan como construcciones culturales, incluyendo los efectos que esta culturización presuntamente tendría sobre el funcionamiento neuronal de hombre y mujeres, las diferencias naturales y físicas entre los sexos son demasiadas y tan abrumadora y científicamente establecidas que no se pueden ignorar ni mucho menos atribuirlas a la socialización. Veamos estas diferencias con algo más de detalle apelando a las descripciones y explicaciones de Gerald van den Aardweg.
Nos informa este psicólogo holandés que, en la primera etapa del desarrollo humano surgen las diferencias en cuanto al sexo genético, que comienza desde el mismo momento de la concepción, cuando se forma el ADN del embrión humano en su estado unicelular, conocido científicamente como “cigoto”, que ya tiene una identificación precisa que se manifiesta en el sexo cromosómico, dependiendo si está presente la pareja de cromosomas XY, que da lugar a un embrión de sexo masculino, o XX, que da lugar a un embrión de sexo femenino, iniciando así actividades bioquímicas diferentes para cada uno de los dos sexos, de tal manera que al final de la concepción puede decirse que todas las células trabajan “en sentido masculino” o en “sentido femenino”. Las diferencias se hacen más manifiestas con la aparición del sexo gonádico, que tiene lugar entre los 20 y los 90 días del embarazo en que se forman las gónadas diferenciadas (testículos en el varón, ovarios en la mujer). Avanzando en las diferencias naturales entre hombre y mujer, llegamos a lo que se conoce como el sexo fenotípico, que ocurre desde la octava semana de embarazo mediante la producción de las hormonas (andrógenos en el hombre, estrógenos en la mujer), haciendo visible la diferenciación fenotípica que no concierne solamente a los órganos genitales diferentes, sino que implica a toda la estructura somática. Y por último la sexualización cerebral por la que, citando textualmente a van den Aardweg: “La acción precoz de las hormonas generadas de las gónadas determina la diferenciación en la estructura y en el funcionamiento de los grupos de células cerebrales. Esta diferenciación interesa ante todo en las áreas relacionadas con los procesos y los comportamientos reproductivos, pero también en la neocorteza del cerebro, involucrados en la actividad cognitiva y en la experiencia consciente. Es conocida la diferencia de maduración de ciertas capacidades entre los machos y las hembras: Por ejemplo, el desarrollo del lenguaje lo tienen antes las mujeres que los hombres, que por el contrario adquieren primero la capacidad de la representación viso-espacial”.
De esta descripción se puede deducir con Mario Cely que: “lo genético-biológico es la causal determinante de la orientación sexual o género en hombres y mujeres… Y aunque la persona no se agota en el nivel exclusivamente biológico, con el ‘dimorfismo anatómico’… también se entrelaza lo psicosexual, lo cultural y lo social”. La ideología de género, como toda ideología, no corresponde, pues, a los hechos, sino a su manipulación y distorsión por medio del lenguaje. Por eso, Beatriz Eugenia Campillo advierte: “Hablar de identidad ‘sexual’ puede utilizarse para privilegiar solo la dimensión biológica, del mismo modo que hablando de género se reduce la identidad al aspecto sociocultural y psicológico. Por esta última vía de reemplazar sexo por género se rompe la inescindible unidad del ser humano, dejando su psique desestructurada y al individuo sumido en un profundo caos emocional”. Y con base en todo esto, esta misma autora concluye: “Es lógico que ciertos comportamientos los asociemos más con un sexo que con el otro, esto en razón de que somos diferentes, no mejores o peores, iguales en tanto humanos, pero con capacidades y fortalezas distintas que desde el mundo de la caverna pueden identificarse y es justamente lo que nos enriquece. Que hombres y mujeres seamos diferentes es una cuestión antropológica, que no está relacionada con la dominación como esta ideología de género pretende mostrarlo”.
Así, pues, ni el machismo ni el feminismo tienen lugar en el contexto original de la creación previo a la caída en el que, no obstante, ya existía la conveniente diferenciación de roles de género en conexión con las diferencias naturales entre los sexos. Con todo y ello, tal vez uno de los espacios en que la iglesia debe comenzar a combatir el machismo es en lo que concierne a la ordenación de mujeres para el ministerio. Porque, por más espinoso que pueda ser este tema debatido actualmente entre las corrientes teológicas conservadoras y las liberales en el seno de las diferentes iglesias y denominaciones, el debate sobre la ordenación de mujeres para el ministerio no se puede equiparar al debate sobre la legitimidad de la ideología de género en la iglesia y la aceptación en ella de las conductas promovidas por esta ideología. Son temas muy diferentes, que no se pueden, entonces, considerar juntos como si las conclusiones en uno de ellos se aplicara automáticamente al otro. Entre otras cosas, porque la ordenación de mujeres para el ministerio pastoral es un asunto periférico que no afecta nada de lo que se conoce como la sana doctrina y sobre el que la Biblia no se pronuncia de manera expresa y concluyente, mientras que los contenidos de la ideología de género sí van en contravía con las numerosas e inequívocas afirmaciones de la Biblia en contra de ella.
Por eso, el rótulo de “liberales” para quienes defienden la ordenación de mujeres para el ministerio está fuera de lugar al implicar un peso descalificador como el que sí tendría para referirse a quienes toleran y aceptan las reivindicaciones de la ideología de género en la iglesia. De hecho, quienes ordenan mujeres para el pastorado pueden ser tan conservadores en otros muchos temas como quienes no aceptan la ordenación de mujeres. Y es que, a la par que en las Escrituras se afirma la igualdad esencial de todos en el marco del evangelio, al mismo tiempo en las epístolas paulinas se encuentran algunas restricciones dirigidas hacia las mujeres en el contexto del servicio o de la vida en la iglesia. Y dado que los eruditos no han podido ponerse de acuerdo en el significado exacto y en el alcance de estas restricciones, eso ha dado lugar a que en el evangelio, en el marco de la sana doctrina, quepan diversas posturas al respecto. Posturas que pueden reducirse a dos: por un lado la postura tradicionalista en pro de un liderazgo masculino en la iglesia, argumentando con base en la Biblia y en la tradición que la ordenación de mujeres para el pastorado no tiene sustento bíblico ni histórico, por lo cual no la aceptan. Mientras que por el otro lado están las posturas en pro de un ministerio plural y en igualdad, favorable a la ordenación de mujeres en el ministerio. Pero dado que, con base en la Biblia, ninguna de ellas puede ser concluyente, este tema se convierte en algo periférico en el que cada iglesia o denominación debe ejercer su libertad de examen y de conciencia, según sea el contexto y las circunstancias de cada una de ellas. Todo esto sin olvidar el hecho de que los ministerios pastorales femeninos han tenido en la iglesia carácter de excepción y no se trata, entonces, de nivelar la balanza histórica al respecto de manera forzada, sino de mantener siempre abierta la posibilidad de ministerios femeninos, siempre y cuando cumplan los requisitos exigidos también a los hombres al respecto.
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