Uno de los recursos y racionalizaciones engañosas de las que echamos mano para eludir nuestras responsabilidades y tratar de atenuar nuestras culpas, es vernos como víctimas impotentes de las circunstancias que nos ha tocado vivir y de las acciones de los demás que nos han terminado afectando para mal. En este orden de ideas, si hoy nuestro carácter y nuestra integridad personal dejan mucho que desear, eso no es culpa nuestra, sino consecuencia de la genética que heredamos y de las malas influencias ambientales y las diversas experiencias a las que hemos estado sometidos en el marco de la sociedad de la que formamos parte a todo lo largo de nuestra vida. Rousseau confirió a esta creencia un aura de respetabilidad al sistematizarla alrededor de su frase más conocida que dice “el hombre nace puro y la sociedad lo corrompe”, la más sofisticada manera de culpar a los demás de nuestras propias faltas, algo que no pasa la prueba de cualquier honesto escrutinio, pues el individuo siempre será primero que la sociedad de la que entra a formar parte, junto con otros individuos, de donde el carácter propio y el talante moral de la sociedad no puede ser diferente a la suma del carácter de todos los individuos que la conforman. Es, por tanto, mucho más sensato, razonable y coherente afirmar que si la sociedad se encuentra corrompida, es porque en algún sentido todos los individuos que la constituyen, o por lo menos un número crítico de ellos, se encuentran ya corrompidos, como nos lo revela Dios en Su Palabra: “Todos se han descarriado, a una se han corrompido. No hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!»” (Romanos 3:12)
La sociedad nace pura y el hombre la corrompe
“No nacemos puros en una sociedad que nos corrompe, sino que somos nosotros mismos, uno a uno, quienes corrompemos a la sociedad”
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