El ser humano piensa, siente, dice y hace, pero en estas diferentes acciones propias de la naturaleza humana, la que más peso tiene tal vez para orientar a todas las demás es el pensamiento, por lo que es la acción de pensar la que se encuentra al principio de la secuencia que culmina en las diversas formas, más o menos constructivas, que asumen nuestra conducta y nuestras palabras. Por eso, cultivar un pensamiento limpio, ilustrado y ejemplar es el medio para tratar de la mejor manera con nuestros sentimientos, manteniendo bajo control a los que no estén en línea con aquel, e incentivando y promoviendo a los que sí lo estén para que nuestras palabras y nuestros actos sean finalmente fructíferos, aprobados por Dios y pronunciadas y llevados a cabo con una limpia conciencia. Es por eso que la renovación que Dios lleva a cabo en los creyentes que se rinden a Él en la persona de Cristo comienza siempre por la mente o el pensamiento, pues la mente es la fuente primaria de todo lo que sentimos, decimos y hacemos, de donde si tenemos una mente renovada, tendremos también a la postre una conducta renovada de manera natural. El derrotero al respecto lo marca, entonces, el apóstol al exhortarnos de esta manera puntual: “Por último, hermanos, consideren bien todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio” (Filipenses 4:8), con la tranquilidad de que, si obramos de este modo, lo que hagamos finalmente estará alineado para bien con aquello en lo que pensamos
La renovación del pensamiento
“A Dios no le interesa modificar nuestra conducta, sino renovar nuestro pensamiento para que nuestra conducta cambie naturalmente”
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