La fe involucra una decisión consciente, voluntaria y definitiva a favor de Dios de nuestra parte. Pero esa decisión, más que la causa, es más bien la consecuencia de haber sido previamente elegidos por Dios para salvación desde antes de la fundación del mundo. Esta soberana elección divina cobija a los creyentes de todas las épocas y hace así posible la elección que todos y cada uno de nosotros los creyentes, a su vez, hacemos de Cristo en el momento de la conversión. En esta óptica la elección de Dios es irrevocable y, como tal, hecha una vez y para siempre, por lo que podemos estar seguros que una vez salvos seremos siempre salvos, pues el auténtico creyente, no obstante los altibajos que nuestra fe tenga que enfrentar para mantenerse vigente, a la postre persevera hasta el final con el poder de Dios en él. Perseverancia que requiere, entonces, de nosotros reiterar todos los días la elección inicial que hicimos de Cristo al convertirnos, reeligiéndolo de modo que nuestra decisión, al igual que la de Josué, no sea algo en el pasado, sino una acción en presente continuo en nuestras vidas: “»Por lo tanto, ahora ustedes entréguense al Señor y sírvanle fielmente. Desháganse de los dioses que sus antepasados adoraron al otro lado del río Éufrates y en Egipto, y sirvan sólo al Señor. Pero si a ustedes les parece mal servir al Señor, elijan ustedes mismos a quiénes van a servir: a los dioses que sirvieron sus antepasados al otro lado del río Éufrates, o a los dioses de los amorreos, en cuya tierra ustedes ahora habitan. Por mi parte, mi familia y yo serviremos al Señor” (Josué 24:14-15)
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