La descripción que Santiago hace de la condición humana es proverbial: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos? Desean algo y no lo consiguen. Matan y sienten envidia, y no pueden obtener lo que quieren. Riñen y se hacen la guerra. No tienen, porque no piden. Y cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones” (Santiago 4:1-3). Esta imagen caótica de división, conflicto y desgarramiento interno en los seres humanos obedece a que en nosotros se conjuga lo mejor del universo: la imagen y semejanza de Dios plasmada en nosotros cuando fuimos creados, con lo peor: el pecado humano. Somos, pues, una mezcla ambigua, paradójica y en gran medida trágica de lo mejor y lo peor de la creación, bien descrita por Pascal así: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Que novedad, qué monstruo, qué caos, qué motivo de contradicción, qué prodigio! ¡Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y oprobio del Universo!”, corroborado también por Cornelius Plantinga Jr. en estos términos: “… los seres humanos son criaturas indescriptiblemente complejas en quienes a menudo cohabitan un gran bien y un gran mal… a veces en un contubernio tan profundo e intrincado que nunca podemos llegar a ver un aspecto moral sin ver el otro. ‘Lo que somos’, dice Lewis Smedes, ‘es un conjunto de contradicciones ambulantes’”. Algo que únicamente la redención de Cristo puede resolver y revertir con éxito
La paradoja humana
“El caos interno en que el ser humano se halla sumido se debe a que en él se halla unido tanto lo mejor como lo peor del universo”
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