A lo largo de la historia universal encontramos personajes, gestas y acontecimientos de elevada altura e importancia, que se destacan como memorables, admirables y sorprendentes logros de la cultura humana y que confieren, a su vez, a sus protagonistas un reconocimiento especial y un merecido renombre en la memoria colectiva de la raza humana. Sin embargo, en muchos casos este merecido reconocimiento echa a perder a las personas en la medida en que las arroja a la vanidad y el orgullo de la carne que los lleva a tener de sí mismos un más alto concepto del que deben tener, rodeados como se encuentran de personas aduladoras y lisonjeras que no son en muchos casos honestas, sino que albergan dobles intenciones y que les alimentan el ego con diversas formas de culto a la personalidad, conduciéndolos a lo que la Biblia designa como la “vanagloria” o la “arrogancia” de la vida. Por eso, no es conveniente que nuestros logros se nos suban a la cabeza haciéndonos creer que somos mejores o superiores a los demás y que debemos, por tanto, ser servidos, perdiendo en el proceso la necesaria humildad y vocación de servicio que debe animar nuestras vidas en este mundo. Por eso, a semejanza de los veinticuatro ancianos del Apocalipsis que arrojaban sus coronas a los pies de Cristo, cualquier gloria que alcancemos en este mundo debe ser atribuida a Dios en última instancia, en Quien reside y converge toda la gloria, pues: “La gloria, Señor, no es para nosotros; no es para nosotros, sino para tu nombre, por causa de tu gran amor y tu fidelidad” (Salmo 115:1)
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