En la permanente tensión y controversia entre el papel de las buenas obras y la fe en cuanto a la salvación y la aprobación de Dios, los reformadores señalaron los tres propósitos fundamentales de la ley para orientar la conducta del creyente y dar lugar a las buenas obras realizadas con apego a ella. Estos son: el uso pedagógico, por el cual la ley deja expuestas nuestras engañosas presunciones de estar cumpliendo lo que Dios demanda de nosotros y pone en evidencia nuestro pecado y consecuente perdición sin atenuantes. El uso político o civil, aspecto de la ley que se manifiesta en los diferentes códigos de derecho positivo elaborados por los pueblos a través de la historia, junto con las sanciones que penden y amenazan a los que los infringen que constituyen un necesario disuasivo para refrenar a los que no temen ni a Dios ni al hombre, en aras de la sana convivencia social. Por último, encontramos el uso didáctico por el que, en este caso, los preceptos de la ley orientan la ética cristiana ilustrando cada vez más a los creyentes acerca de lo que Dios espera de nosotros una vez redimidos, perdonados y facultados por el Espíritu Santo para cumplir de una manera cada vez más natural las demandas de la ley, es decir las buenas obras en las que debemos ocuparnos, ayudándonos a descubrir de manera gradual y creciente todo nuestro potencial moral en Cristo, justificando lo afirmado por el autor sagrado: “Este mensaje es digno de confianza, y quiero que lo recalques, para que los que han creído en Dios se empeñen en hacer buenas obras. Esto es excelente y provechoso para todos” (Tito 3:8)
La fe, la ley y las obras
“La fe siempre va primero. Las buenas obras después, ya que no es posible llegar a ser “buenos” sin haber creído en Cristo primero”
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