Contrario a lo que muchos piensan, los mandamientos de Dios no son prohibitivos sino protectores, pues más que restringirnos el disfrute de ciertas actividades, lo que hacen es protegernos de las nefastas consecuencias de su ejercicio ilegítimo, por fuera de los márgenes de seguridad dentro de los cuales pueden practicarse con tranquilidad, sin que nuestra calidad de vida actual sufra menoscabo ni nuestro destino eterno se vea en peligro. Y estos beneficios aplican no sólo a quienes deciden, dentro de una saga familiar, volverse a Dios de todo corazón para rendirle su vida en arrepentimiento, fe y obediencia; sino también a sus futuras generaciones que comienzan a tener así acceso a un ejemplo digno de imitar, como sucedió con la descendencia del rey David respecto a este rey descrito como un hombre conforme al corazón de Dios; y a disfrutar así de una influencia benéfica, sutil pero real, como la que Dios prometió ejercer de forma benigna y sobrenatural sobre su descendencia al garantizarle que nunca faltaría alguien de su dinastía con derecho al trono de Israel, como en efecto sucedió hasta el advenimiento de Jesucristo, descendiente directo del rey David y como tal, con todo el derecho al trono de Israel. Pero esta influencia también se cumple en la posteridad de todo creyente en Cristo, como lo afirma el decálogo: “… Cuando los padres son malvados y me odian, yo castigo a sus hijos hasta la tercera y cuarta generación. Por el contrario, cuando me aman y cumplen mis mandamientos, les muestro mi amor por mil generaciones” (Éxodo 20:5-6)
La bendecida posteridad
“Debemos cultivar la obediencia, la fe y el temor de Dios no solo para nuestro bien sino para el de nuestras futuras generaciones”
Todos debemos ejercer un liderazgo impartido por el creador, con el propósito de mantener viva su palabra a esta y próximas generaciones.
Es una obligación y obediencia a un mandato divino