Los hechos crudos y objetivos, por veraces que sean, no siempre constituyen toda la verdad. Es cierto que, ante la imposibilidad de conocer todas las variables de carácter subjetivo que se hallan involucradas en los hechos que se presentan ante nuestros ojos, o que han sido ya demostrados más allá de la duda razonable; cuando tengamos que hacerlo debemos juzgar las cosas con base en los hechos y suspender, entonces, en cierto punto las consideraciones subjetivas que podrían matizarlos en una u otra dirección. Pero si no nos vemos llamados o empujados por las circunstancias a decidir sobre estas situaciones, es mejor abstenernos y declararnos impedidos para hacer pronunciamientos definitivos en asuntos que están más allá de nuestra capacidad de conocerlos y comprenderlos a cabalidad y que caen, por tanto, únicamente bajo el juicio del Dios justo que todo lo sabe y todo lo ve. Esto aplica en especial a establecer y afirmar de manera particular y por nombre propio, quien es salvo y quien no, algo en lo que únicamente nos podemos pronunciar con un mayor o menor grado de probabilidad y nada más. Es por eso que esto cae exclusivamente bajo la jurisdicción de Dios y es una prerrogativa Suya únicamente, pues es algo que no le corresponde a ningún ser humano determinar de manera absoluta, como nos invita el apóstol a reconocerlo y aceptarlo: “Por lo tanto, no juzguen nada antes de tiempo; esperen hasta que venga el Señor. Él sacará a la luz lo que está oculto en la oscuridad y pondrá al descubierto las intenciones de cada corazón. Entonces cada uno recibirá de Dios la alabanza que le corresponda” (1 Corintios 4:5)
Juzgar lo que no nos corresponde
“Decir la verdad puede ser a veces irresponsable en la medida en que implique un juicio que no nos corresponde a nosotros emitir”
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