Los juramentos tienen su lugar en la Biblia. Su práctica, ya sea por parte de Dios como de los seres humanos está atestiguada en ella, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La ya citada y comentada enseñanza de Jesús sobre los juramentos en el sermón del monte, reiterada textualmente por Santiago en su epístola, no contradice necesariamente la reglamentación ꟷy no propiamente la prohibiciónꟷ de los juramentos en la ley mosaica, sino que pone de manifiesto el verdadero corazón de Dios tras la legislación. Jesús dijo que los juramentos son innecesarios para quienes dicen habitualmente la verdad. En estos casos basta con un sí o un no rotundo. Sin embargo, esto no prohíbe todo juramento por parte de un creyente (como por ejemplo los requeridos por los tribunales o en alguna ceremonia solemne de posesión de un cargo) y, de hecho, el apóstol Pablo no entiende que haya una prohibición general de los juramentos, pues cuando en sus epístolas pone a Dios como testigo de lo que dice, como lo hace en Gálatas y en Filipenses (Gá 1:20; Fil 1:8), está haciendo un juramento, ya que en esencia jurar no era más que poner a Dios como testigo de lo que se había prometido e invitarlo a actuar como vengador si se rompe la promesa. Es, pues, un legalismo fanático por parte de un creyente negarse a jurar cuando así se lo requiere una autoridad competente y legítima, argumentando una mal entendida objeción de conciencia. Descontando estos casos y por lo demás: “Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un mismo cuerpo” (Efesios 4:25)
Hable cada uno con la verdad
“Todo el que tiene que jurar para que le crean está poniéndose en evidencia como un mentiroso cuya palabra carece de credibilidad”
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