Alabanza es la acción por la cual reconocemos los méritos y excelencias de alguien o de algo y lo expresamos verbalmente y de buena gana. Dios, en virtud de sus atributos y excelencias superlativas y sus actuaciones insuperablemente sabias y poderosas en el universo, en la naturaleza y en la historia humana, es el Ser más digno de ser alabado. De hecho, alabar a Dios es para el ser humano una fuente de deleite y realización, pues al hacerlo estamos honrando el principal propósito para el cual fuimos creados, pues: “Él es el motivo de tu alabanza; él es tu Dios, el que hizo en tu favor las grandes y maravillosas hazañas que tú mismo presenciaste” (Deuteronomio 10:21); “… yo hago brotar agua en el desierto, ríos en lugares desolados, para dar de beber a mi pueblo escogido, al pueblo que formé para mí mismo, para que proclame mi alabanza” (Isaías 43:20-21); “… fuimos predestinados según el plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad, a fin de que nosotros, que ya hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, seamos para alabanza de su gloria” (Efesios 1:11-12). Y hacerlo en circunstancias difíciles o adversas en las cuales no es tan fácil o espontáneo encontrar los motivos para alabarlo es especialmente meritorio, pues demanda de nosotros un sacrificio de la voluntad: “Así que ofrezcamos continuamente a Dios, por medio de Jesucristo, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Con mayor razón, por cuanto la alabanza a Dios no deja nunca las cosas igual a como estaban, sino que obra transformaciones favorables en nuestro ánimo e incluso en nuestras circunstancias, como lo confirmó el rey Josafat al ganar una de las batallas más desiguales en su contra sin siquiera combatir, sino tan sólo alabando a Dios: “Después de consultar con el pueblo, Josafat designó a los que irían al frente del ejército para cantar al Señor y alabar el esplendor de su santidad con el cántico: «Den gracias al Señor; su gran amor perdura para siempre». Tan pronto como empezaron a entonar este cántico de alabanza, el Señor puso emboscadas contra los amonitas, los moabitas y los del monte de Seír que habían venido contra Judá, y los derrotó” (2 Crónicas 20:21-22).
De la misma manera, David ahuyentaba a los demonios que afligían al rey Saúl mediante la música de alabanza dirigida a Dios: “Cada vez que el espíritu de parte de Dios atormentaba a Saúl, David tomaba su arpa y tocaba. La música calmaba a Saúl y lo hacía sentirse mejor, y el espíritu maligno se apartaba de él” (1 Samuel 16:23). Ya en el Nuevo Testamento, Pablo y Silas fueron liberados del cepo y de la cárcel en Filipos, cuando entonaron canciones de alabanza a Dios: “Después de darles muchos golpes, los echaron en la cárcel, y ordenaron al carcelero que los custodiara con la mayor seguridad. Al recibir tal orden, este los metió en el calabozo interior y les sujetó los pies en el cepo. A eso de la medianoche, Pablo y Silas se pusieron a orar y a cantar himnos a Dios, y los otros presos los escuchaban. De repente se produjo un terremoto tan fuerte que la cárcel se estremeció hasta sus cimientos. Al instante se abrieron todas las puertas y a los presos se les soltaron las cadenas” (Hechos 16:23-26). Se justifica, entonces, la recomendación hecha por este apóstol a la iglesia con pleno conocimiento de causa: “Que habite en ustedes la palabra de Cristo con toda su riqueza: instrúyanse y aconséjense unos a otros con toda sabiduría; canten salmos, himnos y canciones espirituales a Dios, con gratitud de corazón” (Colosenses 3:16). Como se puede observar en esta instrucción, los salmos son la porción de la Biblia en la que se combinan de la mejor manera la música ─pues los salmos constituían el repertorio por excelencia de los cantores del templo de Jerusalén─ con la abalanza, por lo cual no debe extrañar que este libro concluya, como en un crescendo musical, con el apoteósico salmo 150 que en su último versículo llega a su clímax al exclamar de un modo incluyente, totalizante y terminante: “¡Que todo lo que respira alabe al Señor! ¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor!” (Salmo 150:6).
Pero lo más conmovedor y estimulante en este cuadro es que, de manera recíproca, aunque nuestros anónimos logros pasen desapercibidos en este mundo, podemos estar seguros de que Dios no los pasará por alto. A modo de gráfica ilustración, en el Festival de Praga de 1963 se encargó al prestigioso director Zubin Mehta que dirigiera a la Filarmónica Checa en su tradicional cierre, ejecutando la Novena Sinfonía de Beethoven en la Catedral de San Vito. La ejecución fue majestuosa, pero no hubo aplausos, pues la tradición no permitía aplaudir en la iglesia. Sin embargo, cuando el director abandonaba ya la iglesia en el vehículo asignado y dobló la esquina frente a la catedral, le sorprendió el increíble espectáculo de ver a los 8.000 integrantes del auditorio haciéndole valla de honor a los lados de la calle para aplaudirlo y ovacionarlo, conmoviéndolo de tal modo que las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Esta anécdota evoca, a su vez, el modo en que el autor Max Lucado encontró el título para uno de sus libros, llamado Aplauso del cielo. Dice Lucado que la balanza se inclinó a favor de Aplauso del cielo cuando su editora le leyó a algunos ejecutivos una porción del libro que describe nuestro viaje final a la ciudad de Dios, incluyendo algunos pensamientos con respecto al anhelo de Dios de tener a sus hijos en casa, afirmando la posibilidad de que aplauda cuando entremos por sus puertas. Enseguida notó que uno de los hombres se secaba una lágrima, quien el verse descubierto, explicó su emoción diciendo: “Me resulta difícil imaginar a Dios aplaudiéndome”. Pero ese es el mensaje de la Biblia. Que cuando nuestro servicio y nuestros humildes y anónimos logros pasen desapercibidos y no sean apreciados; podemos estar seguros de que Dios no los pasa por alto, pues: “… Dios no es injusto como para olvidarse de las obras y del amor que, para su gloria, ustedes han mostrado sirviendo a los santos, como lo siguen haciendo… Así que no pierdan la confianza, porque esta será grandemente recompensada” (Hebreos 6:10; 10:35), y que al final “… cada uno recibirá de Dios la alabanza que le corresponda” (1 Corintios 4:5), pues en palabras de C. S. Lewis ¡ese es el peso de la gloria!
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