Uno de los eufemismos que el hombre moderno utiliza para eludir su responsabilidad mitigando el impacto del término “pecado”, despojándolo de sus connotaciones éticas y morales, es la palabra “error”. Si bien es cierto que, por definición, no todo error es necesariamente un pecado, en la existencia humana ambos se suelen mezclar y confundir con mucha facilidad. No en vano el rey David apelaba a Dios diciendo: “¿Quién está consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!” (Salmo 19:12). En efecto, muchos errores son básicamente pecados cometidos apelando a presuntas circunstancias atenuantes, como cuando, a semejanza de Abraham, el padre de la fe, impulsados por los afectos, el temor o la necesidad inmediata, racionalizamos, cuestionamos y tergiversamos los mandamientos de Dios, incurriendo así en decisiones equivocadas, como lo hizo el patriarca al obedecer a medias la instrucción divina y llevar con él a su sobrino Lot: “El Señor le dijo a Abram: «Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré… Abram partió, tal como el Señor se lo había ordenado, y Lot se fue con él. Abram tenía setenta y cinco años cuando salió de Jarán” (Génesis 12:1, 4), con todas las dificultades que esto le generó posteriormente, como lo fueron sus disputas con su sobrino por el terreno de pastoreo para sus respectivos rebaños, que los llevó a tener que separarse en una actitud abiertamente ventajosa por parte de Lot hacia su tío y el conflicto y la necesidad posterior de armar a sus siervos para ir en rescate de su sobrino secuestrado como prisionero de guerra por la coalición de cuatro reyes sumerios en su campaña contra los cinco reyes de las ciudades de la llanura: Sodoma, Gomorra, Admá, Zeboyim y Bela. Sin mencionar su intercesión a favor de Lot y su familia ante la inminente destrucción posterior ya proverbial de esas ciudades ꟷen las que su sobrino se había establecido finalmenteꟷ bajo el juicio divino.
O también la decisión tomada por Abraham, aconsejado por el temor, de negar su vínculo matrimonial con su esposa Saray mediante tecnicismos mentirosos, pues, en efecto, Saray era su medio hermana: “En ese entonces, hubo tanta hambre en aquella región que Abram se fue a vivir a Egipto. Cuando estaba por entrar a Egipto, le dijo a su esposa Saray: «Yo sé que eres una mujer muy hermosa. Estoy seguro de que, en cuanto te vean los egipcios, dirán: ‘Es su esposa’; entonces a mí me matarán, pero a ti te dejarán con vida. Por favor, di que eres mi hermana, para que gracias a ti me vaya bien y me dejen con vida»”. (Génesis 12:10-13). En conexión con esto, otra de las causas de los errores que cometemos, son los apresuramientos irreflexivos en los que podemos incurrir al actuar, como lo sentencia el libro de Proverbios: “Los planes bien pensados: ¡pura ganancia! Los planes apresurados: ¡puro fracaso!” (Proverbios 21:5); incluyendo en ello los casos en que, al llevar a cabo una acción correctamente motivada, ignoramos u olvidamos el procedimiento correspondiente, como lo hizo Moisés en su intento loable de librar a los suyos del yugo de la esclavitud egipcia, actuando impulsivamente al asesinar a uno de ellos: “Un día, cuando ya Moisés era mayor de edad, fue a ver a sus hermanos de sangre y pudo observar sus penurias. De pronto, vio que un egipcio golpeaba a uno de sus hermanos, es decir, a un hebreo. Miró entonces a uno y otro lado y, al no ver a nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena” (Éxodo 2:11-12); bajo la equivocada presunción de que los israelitas y, eventualmente, Dios mismo, aprobarían y apreciarían este acto: “Al cumplir los cuarenta años, decidió Moisés ponerse en contacto con los israelitas, sus hermanos de raza. Al ver entonces que un egipcio maltrataba a uno de ellos, se apresuró a defenderlo y, para vengar al oprimido, mató al egipcio. Se imaginaba que sus hermanos comprenderían que Dios iba a libertarlos valiéndose de él, pero ellos no lo entendieron así” (Hechos 7:23-25).
David también aprendió esta lección por dolorosa experiencia propia cuando, con la mejor motivación e intención, decidió trasladar el arca del pacto, que se hallaba abandonada en la ciudad de Quiriat Yearín, a Jerusalén, para darle la importancia que merecía, pero de manera apresurada e irreflexiva, sin tener en cuenta las instrucciones divinas de cómo hacerlo, teniendo que pagar su descuido con la muerte del también impulsivo e irreflexivo levita Uza, circunstancia que transformó un día de celebración en un día de duelo: “Entonces David reunió a todo el pueblo de Israel, desde Sijor en Egipto hasta Lebó Jamat, para trasladar el arca que estaba en Quiriat Yearín. Luego David y todo Israel fueron a Balá, que es Quiriat Yearín de Judá, para trasladar de allí el arca de Dios, sobre la cual se invoca el nombre del Señor, que reina entre querubines. Colocaron el arca de Dios en una carreta nueva y la sacaron de la casa de Abinadab. Uza y Ajío guiaban la carreta. David y todo Israel danzaban ante Dios con gran entusiasmo y cantaban al son de liras, arpas, panderos, címbalos y trompetas. Al llegar a la parcela de Quidón, los bueyes tropezaron; pero Uza, extendiendo las manos, sostuvo el arca. Entonces la ira del Señor se encendió contra Uza por haber tocado el arca, y allí en su presencia Dios lo hirió y le quitó la vida” (1 Crónicas 13:5-10). Sin embargo, David aprendió la lección de este error pecaminoso y lo corrigió posteriormente: “David construyó para sí casas en la Ciudad de David, dispuso un lugar para el arca de Dios y le levantó una tienda de campaña. Luego dijo: «Solo los levitas pueden transportar el arca de Dios, pues el Señor los eligió a ellos para este oficio y para que le sirvan por siempre». Después David congregó a todo Israel en Jerusalén para trasladar el arca del Señor al lugar que había dispuesto para ella… Luego David llamó a los sacerdotes Sadoc y Abiatar, y a los levitas Uriel, Asaías, Joel, Semaías, Eliel y Aminadab, y les dijo: «Como ustedes son los jefes de las familias patriarcales de los levitas, purifíquense y purifiquen a sus parientes para que puedan traer el arca del Señor, Dios de Israel, al lugar que he dispuesto para ella. La primera vez ustedes no la transportaron, ni nosotros consultamos al Señor nuestro Dios, como está establecido; por eso él se enfureció contra nosotros»” (1 Crónicas 15:1-3; 11-13), teniendo el éxito esperado en esta oportunidad.
Porque los errores también pueden suceder debido a que somos negligentes al ignorar la importancia que un asunto tiene en el cumplimiento de nuestros deberes, como le sucedió al sumo sacerdote Elí al no asumir sus responsabilidades paternas como debería haberlo hecho, trayendo el juicio de Dios sobre él y sus hijos, conforme a la contundente y concluyente sentencia divina: “Ya le dije que por la maldad de sus hijos he condenado a su familia para siempre; él sabía que estaban blasfemando contra Dios y, sin embargo, no los refrenó” (1 Samuel 3:13). Dando entonces por cierto que “errar es humano”, la sabiduría popular ha añadido que “perdonar es divino”. Pero lo que sucede es que, en muchos casos, lo último se vuelve pretexto para lo primero, como lo denunció el apóstol: “¿Por qué no decir: Hagamos lo malo para que venga lo bueno?» Así nos calumnian algunos, asegurando que eso es lo que enseñamos. ¡Pero bien merecida se tienen la condenación!” (Romanos 3:8). Por eso resulta oportuno tener en cuenta el buen balance que nos brinda Phyllis Theroux al decir: “Los errores suelen ser el puente que media entre la inexperiencia y la sabiduría” y George Soros al complementarlo de este modo: “Cuando se comprende que la condición humana es la imperfección del entendimiento, ya no resulta vergonzoso equivocarse, sino persistir en los errores”. Porque, si bien es cierto que aun nuestros pecados deben dejarnos lecciones, también lo es que, como lo dice Pablo: “¿Vamos a persistir en el pecado, para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera!…” (Romanos 6:1-2).
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