Evangelización es el nombre que recibe la actividad esencial por la cual los cristianos, en obediencia más espontánea que impuesta al mandato conocido como “la gran comisión” de Mateo 28:18-20 que cierra este evangelio; comunican, comparten y dan a conocer las buenas nuevas con generosidad a quienes no las conocen para que, mediante la conversión a Cristo, puedan tener acceso a través de la fe en Él a todas las bendiciones temporales y eternas que Dios tiene reservadas para sus hijos redimidos por Él, en virtud de su muerte expiatoria y su resurrección victoriosa. Es tan importante esta actividad para la iglesia que dentro de los llamados “cinco dones del ministerio” relacionados en Efesios 4:11: “Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros”, hallamos a los evangelistas, es decir ministros ordenados, especialmente llamados y facultados por Dios para desempeñar esta labor. Y aunque la tolerancia secularista promovida por el pensamiento políticamente correcto ve con malos ojos el proselitismo religioso de carácter exclusivista, sobre todo el cristiano, debemos coincidir con Gregory Alan Thornbury cuando dijo: “Si es verdad que Dios está obligado a salvar a todos los que nunca escucharon el evangelio, sería mejor que hiciéramos regresar a todos los misioneros y dejáramos de proclamar la buena nueva”. Porque una de las objeciones capciosas esgrimidas por los escépticos en contra del cristianismo es que si la aceptación del evangelio de Cristo es la condición necesaria para ser salvo, no es justo que quienes nunca han escuchado de él por razones que escapan a su control, deban ser condenados cuando no tuvieron ni siquiera la oportunidad de responder a él favorable o desfavorablemente.
Al respecto la Biblia afirma que, siendo Dios absolutamente justo: “Dios justo, que examinas mente y corazón, acaba con la maldad de los malvados y mantén firme al que es justo… Dios es un juez justo…” (Salmo 7:9, 11), nadie será juzgado ni mucho menos condenado injustamente, pues Dios nos juzgará de acuerdo al conocimiento que cada uno tuvo de Él y lo que haya decidido hacer con este conocimiento. En otras palabras, a quienes nunca han escuchado del evangelio, Dios los juzgará por su conciencia: “De hecho, cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por naturaleza lo que la ley exige, ellos son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley. Estos muestran que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige, como lo atestigua su conciencia, pues sus propios pensamientos algunas veces los acusan y otras veces los excusan. Así sucederá el día en que, por medio de Jesucristo, Dios juzgará los secretos de toda persona, como lo declara mi evangelio” (Romanos 2:14-16). El problema aquí es que a partir de Cristo todos los seres humanos tienen el suficiente conocimiento de Dios como para quedar sin excusa delante de Él, pues: “Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, no serían culpables de pecado. Pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22). Y esto es cierto incluso al margen del evangelio, mediante el mero conocimiento natural de las cosas: “Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa…” (Romanos 1:20), de tal modo que quienes al final se condenen serán justamente condenados, ya sea que no hayan oído nunca de Cristo o que habiendo oído de Él, lo hayan rechazado. Entre otras cosas porque, como es bien sabido, la ignorancia nunca es excusa, sino tan sólo un atenuante, pues: “»El siervo que conoce la voluntad de su señor, y no se prepara para cumplirla, recibirá muchos golpes. En cambio, el que no la conoce y hace algo que merezca castigo recibirá pocos golpes…” (Lucas 12:47-48).
Pero el punto es que nadie ignora tanto de Dios como para poder alegar inocencia delante de Él: “»¿Qué es el hombre para creerse puro, y el nacido de mujer para alegar inocencia?… ¿Cómo puede el hombre declararse inocente ante Dios? ¿Cómo puede alegar pureza quien ha nacido de mujer?” (Job 15:14; 25:4), ya que: “Si tú, Señor, tomaras en cuenta los pecados ¿quién, Señor, sería declarado inocente?” (Salmo 130:3). Por eso: “No lleves a juicio a tu siervo, pues ante ti nadie puede alegar inocencia” (Salmo 143:2). Es justamente ese precario, incierto y sombrío panorama que se cierne sobre los que nunca han oído hablar de Cristo el que justifica el apremio, la importancia y la urgencia en la evangelización por parte de la iglesia, pues de otro modo Su sacrificio será en vano para quienes nunca lleguen a oír hablar de Él en el curso de sus vidas. Además, Cristo brinda garantías de que el que quiera verdaderamente hacer la voluntad de Dios, sin importar a qué grupo, nación, pueblo o cultura humana pertenezca, tendrá la oportunidad de oír de Él: “Pedro tomó la palabra, y dijo: ─Ahora comprendo que en realidad para Dios no hay favoritismos, sino que en toda nación él ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia” (Hechos 10:34-35), como sucedió con el centurión romano Cornelio, evangelizado providencialmente por el apóstol Pedro, o el eunuco etíope por el diácono Felipe, justamente llamado “el evangelista”, estimulando la obediencia al mandato de predicar el evangelio: “Les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien las buenas nuevas a toda criatura”(Marcos 16:15) y exaltando la labor privilegiada y de gran responsabilidad de los evangelistas que, como lo hizo a lo largo de la mayor parte de su vida Luis Palau, fallecido hoy de cáncer a los 86 años de servicio fiel a Dios, obedecen con diligencia esta instrucción y reciben el siguiente elogio: “… Así está escrito: «¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas nuevas!»” (Romanos 10:15)
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