“Yo creo, a pesar de los milagros” decía el jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin. Una profesión de fe que no deja de ser contradictoria teniendo en cuenta que, como lo señalaba Goethe, el milagro es como “el hijo predilecto de la fe”. Pero hemos de abonarle a Chardin su honestidad al servir de vocero a los creyentes que se desenvuelven en el campo de la ciencia para declarar la dificultad que entraña para ellos la aceptación de los milagros. Esto obedece no sólo al hecho de que la ciencia se resiste a aceptar hechos que no se puedan remitir y explicar por referencia al funcionamiento de las leyes de la naturaleza; sino también como reacción a la actitud de las iglesias que en muchos casos se han prestado de manera lamentable al milagrerismo supersticioso y mágico, descalificando de paso a la ciencia. Por eso, los cristianos debemos, de cualquier modo, tomar en serio a la ciencia y sentirnos estimulados a desarrollar sistemas teológicos flexibles que, sin perder su orientación y fundamento bíblico, le den cabida a los más recientes hallazgos científicos y no descartarlos mediante lo que Edward. J. Carnell llamó “la ignorancia o el ridículo piadoso”, pretendiendo ridiculizar a la ciencia con el resultado de que, al hacerlo así, es la iglesia la que queda en ridículo, sin llegar a transigir tampoco al punto de negarle a los milagros el legítimo lugar que les corresponde en el marco de la fe, pero teniendo también presente la seria advertencia al respecto: “El malvado vendrá, por obra de Satanás, con toda clase de milagros, señales y prodigios falsos” (2 Tesalonicenses 2:9)
El milagrerismo mágico
“El milagrerismo mágico y supersticioso en la iglesia ha generado justificada resistencia de los científicos hacia el evangelio”
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