Homenaje a Hans Küng
Conocí la obra de Hans Küng hace cerca de 20 años y me impactó de entrada su claridad y profundidad en la exposición de sus ideas, sin mencionar todo el bagaje intelectual que se percibía en sus escritos, pero del cual no hacía gala ostentosa e innecesaria, sino que más bien lo destilaba de manera cuidadosamente dosificada para ilustrar al lector, sin abrumarlo con su despliegue de erudición. El libro con el que me acerqué por primera vez a su pensamiento fue ¿Existe Dios?, pero su lectura me generó tan favorable impresión de él, que prácticamente con ese único libro su nombre se convirtió para mí en un referente y en garantía de calidad en el contenido. Hubiera deseado convertirme en un consumidor sistemático de sus obras, pero el hecho de que fuera católico jugó en contra, pues mi condición de protestante me inclinaba más en conciencia a la lectura y estudio de obras de pensadores protestantes, para aprovechar el tiempo de la manera más conveniente a mi condición de pastor y maestro de la Biblia enmarcado dentro de la tradición protestante de la cristiandad.
Sin embargo, me las arreglé para leer otras de sus obras más representativas, como lo es Ser cristiano, Proyecto de una ética mundial, y también su libro La mujer en el cristianismo. Tuve también la oportunidad de hojear con algo de extensión su enciclopédica trilogía monoteísta, en especial El judaísmo y El cristianismo, omitiendo la del islam, que no me generaba tanto interés. Y tengo pendiente en mi biblioteca Jesús y Credo. No soy, pues, un especialista, pero si un convencido simpatizante de este pensador cristiano, cuya influencia en mi propio pensamiento es innegable debido, justamente, a que siendo un prestigioso y renombrado teólogo católico, es a pesar de ello y en mi humilde opinión, el más protestante de los católicos. No en vano, y a manera simplemente de anécdota, su tesis doctoral fue sobre la doctrina de la justificación en el pensamiento de Karl Barth, el más destacado teólogo protestante del siglo XX, con quien tuvo cercanía personal, así como la tuvo con el teólogo Joseph Ratzinger, más conocido posteriormente como el emérito papa Benedicto XVI.Esa percepción que tuve de él como un católico muy cercano al protestantismo se vio acentuada al enterarme de las sucesivas descalificaciones que recibió de la jerarquía católica por disentir de la posición oficial del catolicismo en temas como la infalibilidad papal y el celibato obligatorio de los sacerdotes, coincidiendo en esto con el pensamiento protestante.
Fue gracias a él que me mostré yo mismo más abierto al diálogo constructivo con otras confesiones y entendí mejor la exhortación paulina a examinarlo todo y retener lo bueno en el proceso. Y también fue gracias a él que entendí mejor mi fe como un acto de confianza fundamental y axiomática, anterior a toda demostración y fundamento de todo lo demás y sin la cual no vale ni siquiera la pena emprender ningún proyecto vital en este mundo que tenga sentido. Recuerdo de manera especial e iluminadora, casi reveladora de su parte, la siguiente lúcida declaración que se ha convertido en un hito para mí: “El rechazo de la religión en general guarda relación con el rechazo de la religión institucionalizada, el rechazo del cristianismo con el rechazo de la cristiandad, el rechazo de Dios con el rechazo de la Iglesia”, distinción que me permitió comprender en buena hora que todas las fallas y ambigüedades que podamos hallar en ellas y que puedan llegar a generar desencanto y decepción en nosotros y en los demás, se encuentran en la religión organizada, en la iglesia y en la cristiandad y no en la religión en sí misma, en Dios o en el cristianismo, que se levantan indemnes en medio de los ataques, justificados o no, contra los tres primeros. Eso fortaleció mi confianza en la solvencia de la labor apologética a favor de los tres últimos.
Su cruzada a favor de la tolerancia interreligiosa y a acentuar más los aspectos que nos unen que los que nos separan, alrededor de los más básicos componentes éticos de cada una de ellas también me impresionó vivamente. Sobre todo, el papel que la autocrítica desempeña en este asunto, en el espíritu evangélico de mirar primero la viga en nuestro propio ojo antes que la paja en el ojo ajeno. Autocrítica muy afín con lo que la teología seria llama “espíritu profético” y que otro grande del siglo XX, como el teólogo protestante alemán Paul Tillich llamó, justamente: “el principio protestante” que debe estar operando siempre en la iglesia. A este respecto Hans Küng se pronunció así, de manera sabia: “Lo que conduce a la paz no es el sincretismo, sino la autorreforma: ¡renovarse para la concordia, ejercitar la autocrítica para la tolerancia!”.
También recuerdo de manera especial la valoración que hace del prójimo y la consideración que éste nos merece, justamente en los momentos en que más nos puede estar fastidiando y obstaculizando el logro de nuestros propósitos, al declarar con tono reflexivamente amonestador: “En la realidad están incluidos… los hombres… los lejanos y… los próximos, que con frecuencia nos son los más lejanos… con todo su lastre… no la humanidad ideal, sino… los hombres concretos, incluidos los que… preferiríamos dejar fuera… los que… pueden hacer de nuestra vida un infierno”. En especial ante las generalizaciones en que incurren las ciencias sociales para no tener que detenernos en las personas de manera individual, sino en “la humanidad”, “el género humano”, “la sociedad” o “la comunidad” e, incluso, “la iglesia” y mantener así convenientemente distante de nosotros las problemáticas de nuestro prójimo con nombre propio que podríamos contribuir a aliviar.
Por último, otra de sus esclarecedores distinciones tiene que ver con el hecho de que, en sus propias palabras, el evangelio requiere de nosotros el ejercicio de una “racionalidad crítica” para no caer en la credulidad en lo que algunos apologistas como Fred Heeren llaman también un “sano escepticismo” de nuestra parte para examinar las cosas por nuestra cuenta y no permitir que otros piensen por nosotros y nos den todo ya debidamente masticado y procesado. Pero al mismo tiempo advirtió que esto no nos debe conducir a un “racionalismo ideológico” que, en nombre de la razón, termine cuestionando y desvirtuando gratuita y sistemáticamente todos los hechos en los que se apoya la fe, como lamentablemente terminó haciéndolo el grueso de la teología liberal protestante del siglo XIX que ha dividido a las más tradicionales denominaciones cristianas entre el ala liberal y el ala conservadora y que también afectó a buena parte del modernismo católico del siglo XX y que sigue acechando a esta rama del cristianismo en cabeza del papa Francisco y sus pronunciamientos públicos, desautorizados luego de manera sutil por la jerarquía católica en pleno.
Esta es, pues, la semblanza que a titulo personal, evoca en mi la figura de Hans Küng, a quien agradezco entonces póstumamente su constructiva influencia en mi vida y en mi pensamiento y a quien dedico este artículo hoy, un día después de conocer su fallecimiento plácido y en buena vejez; con la tranquilidad de que a pesar de su partida, sus obras siempre nos acompañarán, contribuyendo a que otros también comprendan aspectos del evangelio de Cristo que se han hallado de manera perenne en las Escrituras, a la espera de que capacitados pensadores como Hans Küng nos ayuden a verlos con mayor claridad.
Gracias Pastor Arturo por el artículo, no se puede dejar de reconocer la claridad de un gran Teólogo “Los teólogos no producen las crisis; simplemente las señalan” ― Hans Küng
Gracias Pastor Arturo por compartirnos parte de las ideas de este autor que aunque haya sido católico, seguramente era más protestante que muchos protestantes. La llamada: “Convivencia en la diferencia” con los católicos a los que estamos llamados los evangélicos no debe ser excusa para evitar examinarlo todo y retener lo bueno como usted bien lo expresó