Flagelo y estímulo de la humanidad
El hambre es un problema que ha acompañado al hombre casi desde sus mismos orígenes como uno de los flagelos más universales de la historia humana a partir de la caída. Y si bien es cierto que con el avance de la ciencia y la tecnología se ha logrado reducirla a proporciones muchísimo menores que en otras épocas de la historia, al punto que hoy las sociedades pertenecientes a los países del llamado Primer Mundo desarrollado, producen excedentes alimenticios muy superiores a sus propias demandas de consumo que podrían alimentar sin problemas a toda la población mundial; muchos países del resto del mundo en vías de desarrollo aún la padecen en preocupantes proporciones, problemática que se ve agravada por la creciente concentración de la riqueza y la indolencia de amplios sectores opulentos de la sociedad actual indiferentes e insolidarios con quienes no gozan de sus privilegios y ventajas materiales. La nación de Israel, uno de los países que forman actualmente parte con toda la ventaja del Primer Mundo privilegiado y materialmente saciado, ha experimentado no obstante en el curso de su larga historia de periodos de hambre, pues este flagelo ha sido también en muchos casos consecuencia del juicio de Dios sobre la nación como resultado de su mal comportamiento y alejamiento de Dios, como lo leemos en Deuteronomio: “»Todas estas maldiciones caerán sobre ti. Te perseguirán y te alcanzarán hasta destruirte, porque desobedeciste al Señor tu Dios y no cumpliste sus mandamientos y preceptos. Ellos serán señal y advertencia permanente para ti y para tus descendientes, pues no serviste al Señor tu Dios con gozo y alegría cuando tenías de todo en abundancia. Por eso sufrirás hambre y sed, desnudez y pobreza extrema, y serás esclavo de los enemigos que el Señor enviará contra ti. Ellos te pondrán un yugo de hierro sobre el cuello, y te destruirán por completo” (Deuteronomio 28:45-48); algo que se verifica también sobre el hijo perdido de la parábola que fue, justamente, la circunstancia que lo hizo entrar en razón: “»Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre!” (Lucas 15:14-17)
Pero por otro lado y como contraparte de lo anterior, Dios ha prometido bendecir a los suyos supliendo lo necesario para satisfacer el hambre de los que le obedecen y actúan de manera agradable ante sus ojos: “Pero el Señor cuida de los que le temen, de los que esperan en su gran amor; él los libra de la muerte, y en épocas de hambre los mantiene con vida” (Salmo 33:18-19); “Los leoncillos se debilitan y tienen hambre, pero a los que buscan al Señor nada les falta” (Salmo 34:10); “El Señor protege la vida de los íntegros, y su herencia perdura por siempre. En tiempos difíciles serán prosperados; en épocas de hambre tendrán abundancia” (Salmo 37:18-19), al punto que, como lo declara el salmista: “He sido joven y ahora soy viejo, pero nunca he visto justos en la miseria, ni que sus hijos mendiguen pan” (Salmo 37:25), tema que concluye así el apóstol Pablo: “Así que mi Dios les proveerá de todo lo que necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19). Por eso, al margen de sus causas justas o injustas y enfocándonos más bien en sus efectos más inmediatos, el hecho es que el hambre ha sido también, por igual, un estímulo para motivar diversas acciones por parte de quien la padece, que pueden ser censurables, como lo implica la honesta oración de Agur en el libro de Proverbios: “Aleja de mí la falsedad y la mentira; no me des pobreza ni riquezas, sino solo el pan de cada día. Porque teniendo mucho, podría desconocerte y decir: ‘¿Y quién es el Señor?’ Y teniendo poco, podría llegar a robar y deshonrar así el nombre de mi Dios” (Proverbios 30:8-9), caso en el cual esta condenable acción cuenta con atenuantes a su favor, pues: “No se desprecia al ladrón que roba para mitigar su hambre” (Proverbios 6:30). Pero asimismo, el hambre también puede ser un estímulo para despertar y desarrollar creativa, legítima y esforzadamente las facultades y potencialidades de quien es víctima de ella por su propia culpa, pues: “La pereza conduce al sueño profundo; el holgazán pasará hambre” (Proverbios 19:15), moviéndolo a dejar atrás la pereza y comenzar a actuar con diligencia y esmerado esfuerzo en la convicción de que: “El perezoso no atrapa presa, pero el diligente ya posee una gran riqueza” (Proverbios 12:27), y a planificar el trabajo con sabiduría con la garantía de que: “Los planes bien pensados: ¡pura ganancia! Los planes apresurados: ¡puro fracaso!” (Proverbios 21:5).
Tenía razón, entonces, Ernst Bloch cuando dijo: “Que algo nos falta, esto es lo primero que aparece. Todos los demás impulsos tienen su raíz en el hambre”. En conexión con esto, existe, sin embargo, un hambre muy particular que merece tratamiento aparte. Se trata de aquella anunciada por el profeta Amos: “»Vienen días ꟷafirma el Señor omnipotenteꟷ, en que enviaré hambre al país; no será hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de oír las palabras del Señor” (Amos 8:11), que se designa hoy por hoy como “el hambre de trascendencia” o de significado, marcada señal de nuestros tiempos que incluso los sociólogos que en general pronosticaron, -más con el deseo que con la razón-, la desaparición de la religión de las sociedades modernas, han tenido que reconocerla como un síntoma inequívoco del resurgir de lo religioso, según lo señalaba también Ravi Zacharias al dejar constancia de que: “Pese a los variados y espontáneos intentos hechos por el ateísmo… el hambre por lo trascendente permanece en pie”. A este tipo de hambre se refirió el Señor en las bienaventuranzas del Sermón del Monte, prometiendo de paso saciarla: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5:6); “Dichosos ustedes que ahora pasan hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes que ahora lloran, porque luego habrán de reír” (Lucas 6:21), identificándose a sí mismo como “el pan de vida” que elimina para siempre el hambre fundamental del género humano: “—Yo soy el pan de vida —declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed” (Juan 6:35). Es, por tanto, concluyente al respecto su sentenciosa declaración cuando fue tentado por el diablo: “… No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, citando lo ya revelado tiempo atrás en el libro de Deuteronomio al respecto: “Te humilló y te hizo pasar hambre, pero luego te alimentó con maná, comida que ni tú ni tus antepasados habían conocido, con lo que te enseñó que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor” (Deuteronomio 8:3), sentencia que mantiene, por tanto, permanente vigencia.
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