La pasión de Cristo no se limita a la Semana Mayor, como muchos suelen creerlo, puesto que la pasión de Dios por el hombre comienza en el Génesis al prometer un redentor y continúa manifestándose crecientemente a través de apasionadas declaraciones y acciones divinas a favor de su pueblo a lo largo de todo el Antiguo Testamento, hasta la venida del Señor Jesucristo, expresión suprema de esta pasión. Por eso Max Lucado sostenía que: “La creación más grande de Dios es su plan para llegar a sus hijos. El cielo y la tierra no conocen una pasión mayor”. Como tal, la pasión de Dios por el hombre es inextinguible, como un fuego que no se apaga, a semejanza del que permanecía siempre encendido sobre el altar de los sacrificios: “El fuego sobre el altar no deberá apagarse nunca; siempre deberá estar encendido” (Levítico 6:13). Y es que, como lo decía Bárbara de Angelis: “Lo que nos atrapa es la pasión”. En efecto, la conversión nos lleva a adquirir conciencia de esto y nos faculta para comprender, apreciar y agradecer la pasión de Dios por nosotros, encendiendo en nosotros una pasión correspondiente por Él que nos debería llevar a vivir nuestra fe de manera apasionada, como Dios lo amerita, sirviéndole “… con el fervor que da el Espíritu” (Romanos 12:11). Un fervor que no es pasional, pues no es una reacción explosiva, desbordada, desordenada ni caprichosa, limitada a los momentos de emoción religiosa incontrolable propios del entorno pentecostal, sino una pasión dosificada, continua y creciente de consagración, comunión y obediencia a Dios a lo largo de toda la vida
El fuego no deberá apagarse nunca
"El fuego permanentemente encendido en el altar del sacrificio evoca la permanencia de la pasión de Dios por el creyente y la del creyente por Dios”
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