Las manifiestas diferencias de grado que puedan existir entre los distintos individuos o grupos humanos en lo concerniente con la práctica de la virtud y la moralidad, no le otorga a nadie por sí solo ninguna ventaja en relación con su destino eterno, como lo piensan todos los que creen que la salvación se obtiene al colocar sobre una balanza nuestras buenas y malas obras para comprobar cuales pesan más, en una apuesta, no sólo equivocada, sino muy incierta; o quienes creen que la salvación se obtiene por comparación en lo que tiene que ver con la práctica de la moralidad, de modo que si, comparados con los demás, estamos por encima del promedio, entonces nos salvaremos, una apuesta aún más incierta y engañosa, pues uno de los sesgos que la afectan es el llamado “el sesgo del punto ciego” por el cual llegamos a convencernos de que nosotros somos más inteligentes, más buenos o más bien parecidos que el promedio, sin disponer de ninguna evidencia objetiva al respecto que lo confirme con seguridad. Así les sucedió a los judíos en su momento y les sucede hoy a los ateos humanistas que protestan contra Dios apoyados en la existencia del mal y el sufrimiento en el mundo, como si ellos estuvieran por encima de todo esto y fueran, por lo tanto, mejores personas que el resto y no contribuyeran al fin de cuentas a este estado de cosas con su muy significativo y personal aporte, brindando vigencia a este pronunciamiento: “¿A qué conclusión llegamos? ¿Acaso los judíos somos mejores? ¡De ninguna manera! Ya hemos demostrado que tanto los judíos como los gentiles están bajo el pecado” (Romanos 3:9)
El engaño y el peligro de creernos mejores
“Los ateos argumentan contra Dios protestando por la existencia del mal sin notar que ellos mismos también contribuyen a este mal”
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