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El cristiano y la protesta social

¿Conformismo o transgresión?

Decía el economista francés Charles Gave que: “Toda sociedad reposa sobre una tensión entre el conformismo… y la transgresión… el progreso moral pasa con frecuencia por una transgresión individual donde el culpable sufre, hasta el punto de perder, a menudo, su pellejo”. Todo lo cual nos recuerda un tema muy sensible y espinoso de la vida cristiana: el de la sujeción a las autoridades. Ciertamente, la relación del cristiano con las autoridades en todos los ámbitos, sea el civil o el eclesiástico, está enmarcada en la instrucción paulina que establece en Romanos 13:1 que: “Todos deben someterse a las autoridades públicas, pues no hay autoridad que Dios no haya dispuesto”. Sin embargo, surge la pregunta, sobre todo en situaciones de clara injusticia social tolerada o promovida incluso por los gobiernos y autoridades de turno, ¿hasta dónde debe llegar este sometimiento? De hecho, la Biblia pone sobre la conciencia de los cristianos responsabilidades muy específicas en relación con las autoridades, al margen de su carácter injusto e ineficiente, que a los no creyentes les sonarían absurdas, como lo son orar con frecuencia por ellas y no murmurar contra ellas.

Y es que si algo distingue al cristianismo es que no promueve las transgresiones, sino la obediencia a Dios en la cual, como ya lo señalamos, está incluido el sometimiento a las autoridades y a las leyes establecidas. Sin embargo, el cristianismo tampoco fomenta una sujeción conformista, pasiva y resignada a leyes o gobernantes injustos que atenten contra la dignidad humana y contra nuestras obligaciones delante de Dios de algún modo. No por nada el concepto de “desobediencia civil” está también contemplado y posee una larga tradición en la práctica cristiana, apoyado por igual en afirmaciones de las Escrituras como las que encontramos en Hechos de los Apóstoles para justificar la desobediencia de éstos últimos a la instrucción recibida de las autoridades judías: “Los llamaron y les ordenaron terminantemente que dejaran de hablar y enseñar acerca del nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan replicaron: ─¿Es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes en vez de obedecerlo a él? ¡Júzguenlo ustedes mismos!… ¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!─ respondieron Pedro y los demás apóstoles”  (Hechos 4:18-19; 5:29).

En este contexto el cristiano debe obedecer a su conciencia delante de Dios y convertirse eventualmente en transgresor, incurriendo en desobediencia civil, asumiendo con entereza las consecuencias y el costo que esta transgresión puede acarrearle, como lo hicieron también los apóstoles:  “─Terminantemente les hemos prohibido enseñar en ese nombre. Sin embargo ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas, y se han propuesto echarnos la culpa a nosotros de la muerte de ese hombre… Entonces llamaron a los apóstoles y, luego de azotarlos, les ordenaron que no hablaran más en el nombre de Jesús. Después de esto los soltaron. Así, pues, los apóstoles salieron del Consejo, llenos de gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre” (Hechos 5:28, 40-41). Este tipo de reflexiones son las que se hallan detrás de experiencias como la del teólogo Dietrich Bonhoeffer y la Iglesia confesante de Alemania frente al nacional socialismo de Hitler y el nazismo, dividiéndolos entre lo que este mártir reciente de la iglesia designaría como la difícil disyuntiva entre Resistencia y sumisión, justamente el título de uno de sus libros más íntimos que recoge gran parte de la correspondencia que escribiera desde la prisión antes de ser ejecutado por el régimen en el campo de concentración de Flossembürg debido a sus estrechas relaciones con la resistencia que había llevado a cabo un atentado fallido contra la vida del führer.

De todo lo hasta aquí considerado surge el principio cristiano en relación con las autoridades que establece que la sujeción a ellas es absoluta, pero la obediencia en relativa. Es decir que si el cristiano debe, por causa de su conciencia, incurrir en desobediencia civil, al mismo tiempo tiene que asumir las consecuencias que esta desobediencia le acarree en conformidad con las leyes a las que debe sujetarse, sin promover al mismo tiempo rebeliones abiertas contra la autoridad de carácter armado y revolucionario. Esa ha sido la actitud que se encuentra detrás de las decenas de miles de mártires que el cristianismo ha aportado a la historia humana y, ya en el Antiguo Testamento, también de personajes como las parteras judías en la época del éxodo y el profeta Daniel y sus amigos durante el cautiverio babilónico. Recientemente son recordados los casos de Martin Luther King y el propio Mahatma Gandhi, apelando ambos a la tradición de la llamada “resistencia pasiva” inspirada en el evangelio, que más que pasiva, es más exactamente pacífica, pues en realidad no obedece a actitudes de pasividad resignada ni mucho menos.

Justamente, en el principio ya enunciado de sujeción absoluta y obediencia relativa está incluida la prohibición de acudir a la violencia, como lamentablemente lo han hecho movimientos de inspiración cristiana como los grupos guerrilleros apoyados en las versiones más extremas de la siempre inquietante teología de la liberación, que han terminado acudiendo a medicinas que son peores que las enfermedades sociales que pretendían curar. Descontando, pues, esta prohibición, y debido a que los cristianos deben ser fieles a lo que su conciencia les indique, los creyentes tienen plena libertad para comprometerse en activismos de todo tipo, como por ejemplo los involucrados en las marchas y las protestas sociales pacíficas en ejercicio de los derechos constitucionales de las democracias modernas, razón por la cual estas actividades por parte de un cristiano ni siquiera involucran ningún tipo de desobediencia civil, pues son recursos democráticos completamente legítimos y aprobados por la ley.

Ahora bien, esto no obliga a todos los creyentes a participar en las actividades que este tipo de activismos conllevan, pero, a su vez, quienes en la iglesia no los comparten, prefiriendo mantenerse al margen de ellos ─por supuesto, sin perjuicio de la oración intercesora que obliga a todos los cristianos por igual y sin excepción─, no pueden descalificar ni condenar de ningún modo a aquellos de sus hermanos que decidan participar de forma comprometida en estos activismos sociales diversos, pues todo lo relativo a ellos debe ser más el producto de una ilustrada opinión personal que los obliga en conciencia, que a un mandamiento general y específico dado por Dios a todos los cristianos, pues los activismos sociales no son la única manera de atender el precepto bíblico que nos amonesta así: “»¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz, y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!»” (Proverbios 31:8-9).

Porque a este propósito también se puede contribuir de manera individual y colectiva, con especialidad, por medio de todos los programas de servicio social que la iglesia debe llevar a cabo y no sólo la acción social dirigida a combatir desde la política y las leyes todas las situaciones de injusticia social y ambiental que afrontamos a diario en mayor o menor grado en este mundo. Aquí viene al caso la instrucción dada por el apóstol a quienes contendían sobre meras opiniones dietéticas en la iglesia: “El que come de todo no debe menospreciar al que no come ciertas cosas, y el que no come de todo no debe condenar al que lo hace, pues Dios lo ha aceptado” (Romanos 14:3). Así, pues, ni menosprecio de los cristianos activistas a quienes no lo son, ni condenación de estos últimos hacia los primeros, pues ambos cuentan finalmente con la aceptación de Dios y es, entonces, recomendable que en la iglesia haya ambos tipos de creyentes.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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