Una de las bendiciones más maravillosas que Dios promete a quienes le obedecen, motivados para ello por el amor que estamos llamados a profesarle, correspondiendo de este modo su inextinguible amor por nosotros; es la siguiente, en palabras del propio Señor Jesucristo: “Le contestó Jesús: El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo amará, y haremos nuestra vivienda en él” (Juan 14:23). Se trata, entonces, de la promesa hecha por el Señor de habitar personalmente, junto con el Padre, en el interior de cada uno de los creyentes que le obedecen por amor, haciendo de todos ellos templo del Espíritu Santo, como lo revela también el apóstol Pablo en sus epístolas. Esta promesa y su seguro cumplimiento para todos los que, a su vez, cumplen previamente la condición establecida y ya señalada para alcanzarla; refuerza y renueva en el creyente, como en un círculo virtuoso y de manera por demás fluida y natural, la disposición y las facultades necesarias para obedecerlo, pues la presencia de Dios en el interior de cada uno de sus hijos, miembros de la iglesia, ilumina e irradia a todo su ser, inclinando cada vez más su voluntad y sensibilizando su conciencia a la voz y a la guía del Señor para llegar a actuar de la manera más conveniente y agradable a los ojos de Dios e incrementando así Su ya declarada disposición a habitar con mayor esplendidez y brillo en cada uno de sus hijos, iluminando cualquier área en penumbras, disipando las tinieblas interiores y removiendo de este modo con solvente y creciente eficacia cualquier obstáculo a la obediencia levantado por la carne, el mundo o Satanás en el creyente.
El amor a Dios y su estimulante presencia
“El amor hace surgir la obediencia de forma natural. Por eso nuestra obediencia a Dios debe surgir siempre de nuestro amor por Él”
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